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Chile, brasero de brazos cortados. Mourir d’aimer.

Sebastián Acevedo Becerra​ fue un obrero chileno que, motivado por la detención de sus hijos por la policía secreta de la dictadura de Augusto Pinochet, se inmoló en la Plaza de la Independencia de Chile, frente a la Catedral de la Santísima Concepción en la ciudad de Concepción.

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El reloj marca 1983 y 11 meses. Sebastián Acevedo es obrero y bien sabe cómo huele el alba. Su boca es pequeña, sus ventanas parecen empañadas. Las patillas enmarcan su nombre. Los pájaros conversan distraídos, mientras la parada de otoño implantada, bosteza sobre sus pestañas que tintinean el cuadro circundante.

Tarascón de neumáticos hace chirriar las arterias. Su estómago se prensa. Olor a ratas inunda el ambiente que la policía secreta y exuda a su paso de catástrofes ambulantes. Van veloces como vándalos repartiendo inviernos.
Intuye que sus modales de gangrena buscan grabar su discurso sobre la espalda de sus hijos. Con 52 años al hombro, corre de vuelta a su hogar con la agilidad de los 25.

Llegando a su domicilio, ve cómo arrastran a su hija a la alcantarilla que gobierna.
Una hora más tarde, raptarán a su hijo.
Nadie se identifica, nadie se los ha llevado. No están en ninguna parte. No existen.
Sólo el silencio y sus cortes invisibles. Sólo el silencio y el vacío.

Dicen que las Mineras “mueven montañas”, pero también mueven a gobiernos autodeclarados como ecologistas, mueven a los medios que lavan su imagen, a las corporaciones “culturales” que “entretienen” con cuanta exposición, concierto u obra de teatro, disfrazando el terrorismo empresarial que cotidianamente destruye lo poco que va quedando. Lo que no se mueve, es un pueblo adormecido por la droga mediática y enfermo de individualismo....Por Cefiro Humor Gráfico

 

El agua le suaviza los ojos hinchados. El peine le arregla el cabello lo mejor que puede. Sus manos temblorosas ajustan la corbata. El viento austral saluda sus mejillas. La tierra aparta los guijarros a su paso.
Con tono decidido pregunta por los suyos. Mueca de sombras verdes, niegan cualquier semejanza. Avanza. No se rinde. De palabra robusta, vuelve a preguntar por sus hijos.
Rictus de náuseas grises niegan cualquier demanda.
Va de cuartel en cuartel. De juzgado en juzgado. Calles, avenidas y plazas le atraviesan los anhelos de saberlos torturados como el resto, humillados de grilletes al cuello.

Y maldice la oscuridad que obliga a cerrar las puertas públicas de noche y las ovejas que cuenta no sirven porque no están todas las que deberían estar.

Y vuelve a preguntar. Con tono humilde y domando el río de sus ojos, intenta ser digno cuando pregunta dónde están sus hijos, pero el vacío le rompe los diques y suplica que los cambien por él y nadie sabe nada, nadie ha visto nada.

Llega la mañana del segundo día sin ellos y vuelve a preguntar y vuelven a negar de acuerdo a sus costumbres. Lo sabe, lo entiende y daría todo por ver a sus hijos en la calle y se siente tan inservible, tan poca cosa, tan insignificante ante un cuartel gigante que lo observa hacia abajo.

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Y no sabe cómo llegó a la plaza y comienza a vociferar el nombre de sus hijos. Qué no los maten, qué se los devuelvan, qué la policía los ha detenido y no sabe cómo se ha roseado de gasolina y la gente lo mira y él los mira de vuelta buscando a sus hijos en el gentío y sólo hay ausencia de notas que lo derrumban y enciende la mecha de su propio cuerpo.

Su camisa mansa se incendia, su pantalón, sus zapatos, su chaqueta entera intentan oxidarse rápidos para que el humo de sus cuerpos lo ahoguen y le ahorren las yagas de lava humana que su propio aceite inflama y su cuerpo brilla más que todo el día de mirada abierta y transeúntes que arquean las espaldas y bocas entrecerradas por donde entran los gritos de una boca que se quema.

Comienzan a arder los otoños que lleva dentro, una a una se queman las hojas de su vida. Una a una se queman las fotografías de sus recuerdos y por entre las cortinas que aún le quedan, cree ver a sus hijos libres.
La azotea de los sueños esparce un escalofrío omnipresente sobre todo su cuerpo. El dolor es tanto que alcanza todo el barco de su torso que zarpa en llamas y se va alejando entero, digno, viendo a la gente varada y amarrada en sus puestos.

Emerge el humo por entre los párrafos redactados y el escrito humea inalterable a pesar de las lágrimas que caen renglón abajo intentando apagar el fuego del olvido que va devorando las ramas de la memoria.

¿Sólo los que han sido torturados pueden ver el alambre de púas que ondea en la tilde de los fragmentos?

La tierra del fuego le llaman. Esa misma tarde liberan a sus hijos que logran despedirse de sus cenizas adosadas a una camilla. Morir d’aimer.

Qué pesada se arrastra la pluma cuando pronuncia tu nombre. Qué insignificantes parecen los dedos que acarician tu recuerdo.

Inmolación en contra de inmorales generales y la infamia que se vuelve inflamable en la protesta heroica de un solo hombre que reunió en si todas las protestas que las velas izadas llevaban su nombre. Sebastián Acevedo.

Lo que hoy día niegan, mañana lo confirman. Lo que hoy confirman, mañana lo niegan.

¿Cuántas maneras hay de matar a un ser humano? Sólo una, olvidándolo.


Hasta que la sangre nos separe, hasta que la tinta nos una.

Andrés Bianque Squadracci.

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