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HACER LA REVOLUCION EN CHILE

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Por Julio Pinto Vallejos2

A 50 años del triunfo de Salvador Allende y la Unidad Popular (UP) el 4 de septiembre de 1970 . Compartimos este artículo analiza la idea de revolución en la izquierda marxista chilena, esto es, en el Partido Comunista, el Partido Socialista y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) entre 1960 y 1973, años de ascenso del mundo popular y de construcción proyectual. El artículo inquiere acerca de las distintas visiones respecto a qué entendían los distintos partidos por socialismo, resaltando los puntos de consenso, especialmente su sentido anticapitalista, humanista e igualitario. Por último, también describe los debates respecto de los “medios” para hacer la revolución, en un momento de auge continental de la vía armada.

1.- La Revolución: objetivo compartido.

El deber de todo revolucionario”, proclamó Fidel Castro en la Segunda Declaración de La Habana, “es hacer la revolución”. La victoria de los guerrilleros cubanos en 1959, en efecto, pareció sacar a la revolución social del ámbito de los horizontes utópicos, instalándola como una propuesta inmediata y viable para los pueblos de América Latina. “¿Qué enseña la Revolución Cubana?”, se preguntaba el propio Castro en ese mismo documento. Y se respondía: “que la revolución es posible, que los pueblos pueden hacerla, que en el mundo contemporáneo no hay fuerzas capaces de impedir el movimiento de liberación de los pueblos”(3) . “No importa cuál sea el resultado de las luchas de hoy”, agregaba el otro dirigente emblemático de ese proceso, Ernesto Ché Guevara; “no importa, para el resultado final, que uno u otro movimiento sea transitoriamente derrotado. Lo definitivo es la decisión de lucha que madura día a día; la conciencia de la necesidad del cambio revolucionario, la certeza de su posibilidad”4 . Inspirados en esa necesidad y esa “certeza”, y en las transformaciones prácticas que por esos años se ejecutaban en la isla caribeña, miles de revolucionarios latinoamericanos se lanzaron a las selvas o a las calles del continente a reproducir la hazaña.

Los acompañaban en tal esfuerzo, además del ejemplo cubano, los escritos y testimonios personales de Regis Debray y el Ché Guevara5 . Los acompañaba también un clima psicológico, no sólo latinoamericano sino mundial, en que hasta los cambios más ambiciosos y profundos parecían estar al alcance de la mano; en que los obstáculos objetivos más formidables parecían eclipsarse frente a la fuerza de un análisis lúcido y una voluntad decidida. “Seamos realistas”, escribían los jóvenes parisinos en los muros de mayo del 68, “pidamos lo imposible”.

También en Chile, país reconocido por su “sobriedad” política y su apego institucional, los años sesenta pusieron en la agenda la inminencia de la revolución. Es verdad que ya desde comienzos del siglo XX se venía hablando en nuestras tierras sobre la viabilidad, la necesidad o el peligro de la revolución, pero la discusión en general no había sobrepasado el plano retórico o programático. Por el contrario: desde los años treinta, hasta los partidos que se definían a sí mismos como intrínsecamente populares y revolucionarios, el Comunista y el Socialista, se habían integrado pacíficamente a un orden político caracterizado más bien por la estabilidad y el respeto a las “reglas del juego”6 .

Todo cambió, sin embargo, con el efecto combinado del triunfo de la Revolución Cubana y el crecimiento electoral de la izquierda, la que en 1958 estuvo a punto de llevar a Salvador Allende a la Presidencia de la República. Como nunca antes, por uno u otro camino, surgía en Chile la perspectiva concreta de hacer la revolución. “La revolución socialista”, afirmaba una editorial de la revista Punto Final, “es una tarea inesquivable de nuestra generación”7

"Víctor Jara, nunca podrán borrar tu legado" 

Fidel Castro y Salvador Allende

La década de los sesenta, y con mayor razón los mil días de la Unidad Popular, estuvieron marcados por esa expectativa. Los partidarios de la revolución, más allá de adscripciones o matices, debatieron y pugnaron febrilmente por hacerla realidad, y por definir el carácter que ella tendría en nuestro suelo. Sus enemigos hicieron lo humanamente posible por impedirla, y luego, cuando pareció momentáneamente triunfar, por derrotarla. Y quienes se ubicaban a medio camino, como el Partido Radical o la Democracia Cristiana, terminaron fracturados precisamente en torno a esa opción, dividiéndose entre partidarios y detractores de la revolución8 . En el caso de esta última colectividad, que gobernó el país durante buena parte de la década, la seducción revolucionaria se deslizó incluso al interior de sus propuestas programáticas: Eduardo Frei Montalva llegó en 1964 a la Presidencia de la República sobre las alas de una “revolución en libertad”, cuyo incumplimiento le sería enrostrado más de una vez no sólo por sus opositores de izquierda, sino por muchos de sus propios seguidores. Al llegar las presidenciales de 1970, ambos bloques políticos rivalizaron ante el electorado con planteamientos que al menos en algunos aspectos podían ser calificados de revolucionarios. En el Chile de los sesenta, en suma, lo “políticamente correcto” era ser partidario de la revolución.

¿Pero qué se entendía exactamente, al menos entre sus partidarios declarados, por revolución? No es desconocido que entre las dos principales colectividades de la izquierda chilena de la época habían diferencias más que superficiales en materia estratégica o programática, las que se reproducían más o menos simétricamente en los partidos y agrupaciones más pequeñas que terminaban de conformar ese campo ideológico. En lo que sí se concordaba, sin embargo, era en el deseo de hacerla, y en el significado último de la palabra. “El objetivo supremo del Partido Comunista”, declaraba un Proyecto de nueva redacción del Programa del Partido Comunista de Chile que se presentaría ante el XIV Congreso de esa colectividad, realizado a fines de 1969, “es abrir paso a la revolución chilena”. Y precisaba: “concebimos a la revolución chilena como el movimiento de la clase obrera y del pueblo organizado que, mediante la lucha de masas, desplaza del poder a las actuales clases gobernantes, elimina al viejo aparato del Estado, las relaciones de producción que frenan el desarrollo de las fuerzas productivas e introduce transformaciones de fondo en la estructura económica, social y política del país, abriendo camino al socialismo”9 .

¿Qué es la Revolución”, se preguntaba por su parte el abogado y futuro intendente socialista Jaime Faivovich, “sino el cambio total del sistema imperante?”. Y se explayaba: “lo que pretendemos es destruir hasta sus cimientos este régimen económico y social, en que no sólo el poder económico, sino que también el poder político está en manos de un grupo minúsculo privilegiado. Queremos colectivizar la tierra y entregarla a los campesinos, nacionalizar los bancos y socializar los medios de producción, hacer a Chile dueño y usufructuario de sus riquezas nacionales, eliminar los monopolios y conquistar el poder político para el pueblo”10. No muy diferente era lo que declaraba el naciente Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) en su Declaración de Principios de agosto de 1965: “La finalidad del MIR es el derrocamiento del sistema capitalista y su reemplazo por un gobierno de obreros y campesinos, dirigidos por los órganos del poder proletario, cuya tarea será construir el socialismo y extinguir gradualmente el Estado hasta llegar a la sociedad sin clases. La destrucción del capitalismo implica un enfrentamiento revolucionario de las clases antagónicas»11. Mucho se debatió y se polemizó durante esos años en Chile, a veces con bastante apasionamiento y violencia, sobre los alcances, formas e implicancias del proyecto revolucionario. Pero por encima de todas las diferencias, afirmaba un lector ariqueño de Punto Final que se identificaba con el nombre de “Caliche”, “nuestro fin el es mismo: la revolución marxista”. O como lo dijo la Comision Política del PC en respuesta a un emplazamiento de su similar del PS: “nuestros dos partidos tienen como meta el socialismo, por lo tanto sus caminos no son divergentes”12.

La revolución, entonces, se concebía como una transformación radical (“estructural”, se decía entonces) del régimen político, económico y social vigente, que era, para los efectos chilenos, el capitalismo subdesarrollado o dependiente. Se la concebía también con un apellido y una meta precisos: la revolución chilena debia ser socialista, es decir, inspirada en un modelo de organización social en que no hubieran explotadores ni explotados; en que la riqueza social se apropiara y distribuyera colectivamente (por tanto, aboliendo la propiedad privada); y en que las personas se relacionaran de acuerdo a principios de solidaridad y justicia social, y no de individualismo y competitividad como ocurría bajo el orden capitalista. Para ello se contaba con el apoyo teórico y político del pensamiento marxista-leninista, al cual, en términos genéricos, adherían prácticamente todos los partidarios chilenos de la revolución13. Otra cosa eran las lecturas e implicancias que de se esa doctrina se derivaban, materia sobre la cual, como se sabe, habían profundas y profusas discrepancias.

Se pensaba, por otra parte, que el socialismo era también la única fórmula capaz de liberar a países como los nuestros de su ancestral dependencia colonial o neocolonial, o como se decía por aquel tiempo, del “imperialismo”. “En Chile”, decía el Comité Central del Partido Comunista, “está planteada la necesidad de la revolución. País capitalista, dependiente del imperialismo norteamericano, sometido por más de cuatro siglos a la explotación del hombre por el hombre, ha desembocado en una situación insostenible para la gran mayoría. La imposibilidad de solucionar los problemas del pueblo y de la nación dentro del actual sistema impone la obligación de terminar con el dominio del imperialismo, y de los monopolios, eliminar el latifundio y abrir paso hacia el socialismo”14. “Nuestro país semi-colonial”, concordaba el MIR en el otro extremo del espectro izquierdista, “tanto por su estructura económica como por su dependencia del mercado mundial, necesita enfrentar tareas básicas: la liquidación del imperialismo y la revolución agraria. Tras estas medidas debe movilizarse a la mayoría nacional compuesta por obreros, campesinos y sectores medios empobrecidos. Estas dos tareas de carácter democrático deben estar ligadas íntimamente y de manera ininterrumpida a los objetivos de carácter socialista”15. Para uno y para otro, entonces, la revolución aportaba simultáneamente una solución para las injusticias internas y para la subordinación externa, se ataviaba al mismo tiempo con ropaje nacionalista y socialista. En un contexto como el chileno o el latinoamericano, sólo los revolucionarios podían levantar bandera de auténtico patriotismo.

Pero no eran sólo las “estructuras” las destinadas a refundarse gracias a la revolución: ésta también debía proyectarse sobre las complejidades de la subjetividad humana, incluidas sus dimensiones ética y cultural. “El hombre nuevo, el hombre del futuro”, decía un redactor de Punto Final parafraseando al Ché Guevara, “es el objetivo más eminente que persiguen las revoluciones verdaderas”. En ese sentido, continuaba, “lo más cautivante de la Revolución Cubana quizá radique en las conquistas logradas en el campo del intelecto, de la educación, de la verdadera moral”16. “Para que se produzca la verdadera revolución”, agregaba un lector de la misma revista, antiguo seminarista desencantado del sacerdocio, “debe haber un cambio revolucionario en la mente y en el corazón, en la actitud integral de cada persona”17. Estrategia, la revista teórica del MIR, reproducía en su número 6 un escrito del Ché Guevara titulado “El socialismo y el hombre”, donde se destacaba lo que a su juicio caracterizaba al “hombre nuevo” que daría sustento a la sociedad socialista: “lo importante es que los hombres van adquiriendo cada día más conciencia de la necesidad de su incorporación a la sociedad y, al mismo tiempo, de su importancia como motores de la misma”18. El cambio estructural, en suma, no era sino un soporte para el despliegue de la verdadera humanización de la sociedad, impedida durante milenios por la explotación de unos sobre otros y los consiguientes desgarros de la lucha de clases. “Si algo nos enseña la Revolución Cubana”, opinaba al respecto el otro gran teórico de la guerrilla de los sesenta, Régis Debray, es que “en la formación del hombre nuevo nadie está por encima de nadie”. “No hay tarea más humana, más revolucionaria”, remachaba, “que la de edificar desde ahora una moral y una vida cotidiana comunistas19.

Había, en suma, entre los partidarios chilenos de la revolución, bastante concordancia respecto a los fines últimos que se perseguían, y al tipo de sociedad que se aspiraba a construir. Ésta debía ser socialista, anti-imperialista (por tanto, genuinamente nacional), humanista e igualitaria. El capitalismo, por tanto, como orden imperante, debía ser derrotado y destruido, aboliendo así el individualismo, la explotación y la propiedad privada20. Tan ambiciosa tarea, como es obvio, requería que las clases explotadas o simplemente desposeídas se hicieran del poder, pues el principio de la lucha de clases, al cual todos igualmente adscribían, implicaba que las clases dirigentes (la burguesía u oligarquía nacional y el imperialismo) no iban a ceder gratuitamente sus prerrogativas. “Para dar término a su inmenso drama”, decía el programa del Partido Comunista, “al pueblo no le queda otra cosa que poner en movimiento toda su fuerza organizada a fin de desplazar a las clases dominantes, que detentan en la actualidad el poder. Llega a la conclusión que debe alcanzar el gobierno por y para sí mismo, a fin de dar solución a los problemas de todo el país. El poder para el pueblo es su divisa y el único camino”21. “El Partido Socialista”, señalaba por su parte esta colectividad entre las resoluciones de su XXII Congreso, “como organización marxista-leninista, plantea la toma del poder como objetivo estratégico a cumplir por esta generación, para instaurar un Estado Revolucionario que libere a Chile de la dependencia y el retraso económico y cultural e inicie la construcción del socialismo”22. “Como revolucionarios”, concordaba el Tercer Congreso General del MIR, realizado a fines de 1967, “como militantes de un partido que es vanguardia de los oprimidos, establecemos como objetivo único y principal la toma del poder político”23. Respecto a cómo hacerlo, por cierto, el consenso, como se verá más adelante, dejaba rápidamente de ser tal24.

Vistos estos importantes y, para lo que se suele pensar, relativamente numerosos puntos de convergencia, es interesante constatar que el debate y la teorización izquierdista de la época solía detenerse bastante poco en la caracterización específica de la utopía que se proponía alcanzar. Así lo hacía notar, sintomáticamente, la opinión de la derecha, que en boca de quien devendría uno de sus ideólogos más influyentes, un todavía joven Jaime Guzmán, llamaba la atención sobre la vaguedad con que la izquierda normalmente abordaba el tema de los fines. Reaccionando al primer mensaje presidencial de Salvador Allende, en mayo de 1971, Guzmán planteaba que en general, todas las discusiones entre marxistas giran sobre las estrategias que conviene seguir. Es raro verlas centradas en torno a la meta, al modelo social por el cual combaten”. Así y todo, concluía, concordando con lo que aquí se señala, “respecto de los perfiles de este último, prevalece normalmente una adhesión irrestricta, dogmática y hasta reverente”25.

En verdad, la unidad en los fines resultó a la larga mucho menos insistente y determinante que el desacuerdo en materias de orden estratégico, táctico y programático, lo que terminaría por configurar lo que Tomás Moulian ha denominado acertadamente un “empate catastrófico”. Enfrentados a la tarea de hacer la revolución, los partidarios de la utopía socialista se fracturaron en visiones divergentes, a menudo abiertamente antagónicas, sobre los medios, ritmos, marcos y actores que debían orientarla. A la postre, esa fractura resultó ser un componente fundamental en la derrota de la mejor ocasión histórica que ha habido en Chile, hasta la fecha, para hacer la revolución: el gobierno de la Unidad Popular. No es la menor de las ironías de esa experiencia que, con mayores o menores matices, el gobierno de Allende haya contado con el apoyo de todo un espectro izquierdista que en otros planos se demostró tan difícil de aglutinar.

2.- ¿Cómo hacer la Revolución?

El debate de la izquierda, entonces, se caracterizó por hacer mucho más hincapié en los medios que en los fines, dando lugar a una serie de “ejes polémicos” que terminaron absorbiendo el grueso de sus energías y debates. Para simplificar, se organizará el análisis de estos ejes polémicos en torno a lo que podrían denominarse las dos posturas paradigmáticas entre las que se polarizó el pensamiento revolucionario chileno durante los años sesenta y la administración de la Unidad Popular: la gradualista y la rupturista26. La primera era hegemonizada en términos doctrinarios por el Partido Comunista, pero contaba también con el apoyo de un segmento del Partido Socialista, incluido, lo que obviamente no resulta menor, el propio Salvador Allende. Formaba también parte de ella el sector del MAPU que eventualmente, tras el quiebre de ese partido a comienzos de 1973, pasaría a llamarse MAPU Obrero-Campesino, al igual que el Partido Radical. El sector rupturista, por su parte, se conformaba a partir de la mayoría del Partido Socialista, del MAPU que a la postre quedó bajo la conducción de Oscar Guillermo Garretón, de la Izquierda Cristiana, y del MIR, partido este último que sin ser parte de la Unidad Popular sí brindó a ese gobierno un apoyo, aunque más bien crítico.

Es interesante anotar, para los efectos de este artículo, que para la izquierda rupturista sólo ella era auténticamente revolucionaria, apelación (“izquierda revolucionaria”) que siempre se dio a sí misma para distinguirse de su contraparte gradualista. Estos últimos, en cambio, eran motejados de reformistas, colaboracionistas, u otros conceptos aun menos halagüeños pero que tenían en común la noción de que no había en ellos un compromiso real con hacer la revolución. Este juicio, que por lo demás ignora lo que los propios gradualistas manifestaban ser su objetivo último y fundamental, no resulta fácil de sustentar. De hecho, más de alguna vez se ha argumentado, por los partidarios de esa corriente y también por analistas posteriores, que la visión más plenamente revolucionaria sería precisamente la gradualista, en tanto su modelo de construcción del socialismo no se había puesto nunca en práctica en términos concretos. Y esto no sólo cubre propuestas estratégicas como la famosa “vía chilena al socialismo” que se discutirá en seguida, sino incluso aspectos más sustantivos como el de compatibilizar el socialismo con la democracia en su acepción ilustrada clásica27. En materia de credenciales, por tanto, no resulta fácil dirimir cuál de las dos posturas podía exhibir mayor legitimidad revolucionaria. Las polémicas que las dividían, en suma, no hipotecaban la consagración a una utopía común.

El primero, y sin duda el más estudiado, de los ejes polémicos que separaron a gradualistas de rupturistas, y que hasta cierto punto da cuenta de esa misma denominación (“gradualistas”/”rupturistas”), es el que tenía que ver con las “vías” para llegar desde el capitalismo al socialismo. Al hablar de vías, la discusión hacía también referencia al tema de los ritmos y los tiempos, íntimamente asociado al anterior.

Para la izquierda gradualista, las condiciones políticas y sociales que prevalecían en Chile hacían muy improbable que la revolución pudiese verificarse por la clásica ruta del “asalto al Palacio de Invierno”, o la toma violenta del poder. Había en nuestro país, sostenían los partidarios de esta postura, toda una tradición de respeto a la convivencia pacífica y la legalidad vigente, que ya había pasado a formar parte de una cultura política nacional que también era valorada por las clases populares. Los espacios y los logros que estas últimas habían venido “conquistando” desde comienzos del siglo XX por otra parte, demostraban la factibilidad de utilizar el marco institucional para irse aproximando “gradualmente” (de ahí el concepto de “gradualismo”) a la meta socialista, valiéndose para ello de medios ciertamente menos traumáticos que una insurrección frontal. La “vía pacífica”, como llegó a llamarse (posteriormente se habló de vía “no armada”, para dar cabida a acciones con cierta dosis de violencia social como las “tomas” de terrenos urbanos o rurales)28, hacía justicia también a la caracterización que especialmente el PC había venido elaborando sobre el estado evolutivo de la sociedad chilena, y que hacía hincapié en sus evidentes niveles de atraso. Un país que todavía exhibía, a juicio de ese partido, marcados rasgos feudales, y cuya sujeción al imperialismo lo mantenía sumido en una condición muy próxima al coloniaje, difícilmente podía llegar al socialismo en un plazo corto. Más bien, lo que se requería era completar el tránsito al capitalismo, incluyendo tareas pendientes de la agenda “democrático-burguesa” como la reforma agraria, la industrialización y la recuperación de las riquezas básicas a la sazón bajo control del capital imperialista. Sólo desde allí, se argumentaba, podría acometerse con mayores probabilidades de éxito la construcción de la utopía socialista. El camino, por lo tanto, constaba de diversas etapas (de donde emanó el apelativo de “etapismo”, también aplicado a esta corriente), las que debían irse cubriendo sistemáticamente si se quería sentar cimientos sólidos para la sociedad del futuro29.

Esta lectura de la situación histórica y política tenía obvias implicancias en materia de alianzas y objetivos inmediatos, todas las cuales parecían avalar la tesis central de la vía “no armada”. La primera era que, en la tarea de conquistar el poder, la clase protagónica (que para los gradualistas seguía siendo, en la más pura ortodoxia marxista-leninista, el proletariado industrial) podía asociarse no sólo a otros sectores populares o explotados, como el campesinado o los pobladores, sino incluso a importantes segmentos de las clases medias y la burguesía que el Partido Comunista definía como “progresista”. Aunque estas últimas posiblemente no abrigaran demasiado entusiasmo por la construcción del socialismo, sí debían hacerlo, al menos según el análisis gradualista, frente a las tareas democráticas y desarrollistas que correspondían a la primera etapa del camino. Después de todo, tanto el “feudalismo” como el imperialismo que aún imperaban en Chile tenían que resultar tan odiosos para esos sectores como para el pueblo explotado, lo que daba pie para pensar seriamente en el establecimiento de una alianza en pro del cambio estructural. Fue en esta óptica que el PC insistió durante estos años en definir la revolución chilena posible como fundamentalmente “antimperialista, antimonopolista y agraria” (o sea, antilatifundista) y “con vistas al socialismo”30, para lo cual podían perfectamente cultivarse grados de entendimiento con sectores “progresistas” de la Democracia Cristiana y el Partido Radical. El socialismo, en esa lectura, quedaba definido como un objetivo no inmediato, y que, en rigor, no obligaba al conjunto de las fuerzas progresistas aliadas.

A cambio de aceptar esta postergación en la realización del objetivo final, la tesis gradualista confiaba en aglutinar a su alrededor a una fuerza social inobjetablemente mayoritaria, la que haría posible valerse de la vía electoral (y por tanto, obviamente, pacífica) para llegar al poder e implementar sus aspiraciones programáticas. Con ello se zanjaba, a su juicio, el principal riesgo táctico implícito en cualquier fórmula insurreccional, cual era el de la derrota física o militar. Pero a la vez, y en un plano mucho más trascendente, se resolvía el dilema de la legitimación social de un cambio tan radical de las estructuras vigentes, ya fuese que éste se efectuase a corto o mediano plazo. Más de alguna vez se ha argumentado que el peor error de la Unidad Popular fue el de proponerse una redefinición drástica de los paramétros en torno a los que funcionaba la sociedad chilena con, en el mejor de los casos, un 44% de apoyo ciudadano. Fue justamente para prevenir esta objeción que el Partido Comunista y quienes compartían su diagnóstico (entre ellos Salvador Allende) impulsaron una política de alianzas que trascendiera los límites de la convocatoria izquierdista tradicional. Ello les permitía, además, reivindicar para sí los principios y valores de la democracia pluralista en su versión ilustrada clásica, claramente uno de los aspectos más problemáticos de los regímenes socialistas históricamente existentes. Precisamente en esta conjunción entre socialismo y democracia, que además se alcanzaría, supuestamente, sin derramamiento de sangre, residía el principal atractivo y originalidad de la vía pacífica a la revolución.

Dicha originalidad, en todo caso, no era literalmente absoluta, al menos en términos doctrinarios. Ya desde el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (1956), en el que se repudió gran parte del legado stalinista, había quedado establecida la factibilidad, aunque fuese sólo teórica, de una conquista pacífica del poder para llevar a cabo la revolución. El nuevo escenario de la política mundial, con la consolidación de un bloque socialista dispuesto a coexistir pacíficamente con las sociedades capitalistas, y con el significativo incremento electoral de la izquierda en algunas de éstas, como Italia o Francia, estimuló al liderazgo soviético a validar discursivamente una vía no violenta de construcción socialista. Para un partido tan atento a mantener lazos armónicos con ese referente como lo era el PC chileno, el gesto ciertamente no resultaba menor. Cuando menos, permitía afianzar la tesis de la vía no armada sin hacer violencia manifiesta a los preceptos del marxismo-leninismo, que seguían siendo el principal soporte conceptual de su identidad política. Y cuando más, permitía hacer el intento, revolucionario por cierto, de hacer lo que en ninguna otra parte se había hecho. Eso fue, a la postre, la gran aventura que se llamó Unidad Popular.

Así, durante los mil días que duró esa inédita experiencia, el Partido Comunista y Salvador Allende se jugaron por demostrarle al mundo que el socialismo podía implementarse sin violentar el “estado de derecho”, respetando estrictamente todas las libertades democráticas, y, por sobre todo, evitando los horrores de una guerra civil. La cautela con que estos actores procuraron aplicar el programa de transformaciones de la Unidad Popular, los repetidos gestos de reconocimiento a la institucionalidad vigente, y la obsesión (a la postre frustrada) por alcanzar acuerdos con sectores de la oposición como la Democracia Cristiana, son elocuente testimonio de la seriedad con que se acometió esta estrategia. La gran apuesta política del gradualismo fue aprovechar la coyuntura favorable para realizar las modificaciones estructurales más urgentes (profundizar la reforma agraria, nacionalizar las riquezas básicas, estatizar las unidades productivas más gravitantes), cultivando a la vez un apoyo social mayoritario que permitiera seguir ganando elecciones y así consolidar la agenda de construcción del socialismo. En ese afán, la buena disposición de las clases medias y los sectores “no monopólicos” de la burguesía resultaba un ingrediente irrenunciable31.

Para la izquierda rupturista, toda esta construcción ideológica resultaba, en el mejor de los casos, una ingenuidad, y en el peor, una traición. De acuerdo a su diagnóstico, concordante por lo demás con gran parte de los pronunciamientos clásicos del marxismo-leninismo y con las experiencias revolucionarias concretas, una clase dominante jamás renunciaría a su condición de tal sin oponer resistencia. Más aun: la legalidad burguesa, que era la que imperaba en Chile como en todos los países capitalistas, se había creado expresamente para consagrar esa situación, y muy difícilmente podía prestarse para que los revolucionarios llevaran a cabo su necesaria obra destructora. Pero incluso suponiendo que ese improbable escenario llegara a materializarse, sería la propia burguesía (reforzada, en el caso chileno, por el imperialismo) la primera en repudiar su marco institucional con tal de defender lo esencial: la conservación de la propiedad privada y las relaciones de explotación. Así había ocurrido, señalaban una y otra vez las voces rupturistas, cada vez que en América Latina algún gobierno reformista se había aproximado demasiado a lo que Juan Carlos Gómez ha denominado “la frontera de la democracia”, como en Guatemala en 1954 o en Brasil diez años después. Así lo había declarado también expresamente el gobierno norteamericano, mediante la llamada “Doctrina Johnson”, al justificar el derrocamiento del presidente dominicano Juan Bosch en 1965: Estados Unidos no toleraría una segunda Revolución Cubana dentro de su “esfera de influencia” o, menos eufemísticamente, su “patio trasero”32. Para hacer la revolución en Chile, por tanto, resultaba ineludible asumir la vía de la insurrección armada.

Así lo planteaba ya en una fecha tan temprana como marzo de 1962 el periódico El Rebelde, a la sazón órgano oficial de la Vanguardia Nacional Marxista, uno de los grupos que fundarían tres años después el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR): “nosotros los marxistas dejamos a los trabajadores el que respondan a esta pregunta: ¿en qué parte del mundo, los trabajadores han llegado al poder pacíficamente? En cambio nosotros podemos afirmar rotundamente que sólo en forma revolucionaria han surgido Estados Socialistas como la Unión Soviética, China Popular y Cuba”33. Ya constituido el MIR como partido con identidad propia, su Declaración de Principios, de agosto de 1965, afirmaba que “el Movimiento de Izquierda Revolucionaria rechaza la teoría de la ‘vía pacífica’ porque desarma políticamente al proletariado y por resultar inaplicable ya que la propia burguesía es la que resistirá, incluso con la dictadura totalitaria y la guerra civil, antes de entregar pacíficamente el poder. Reafirmamos el principio marxista-leninista de que el único camino para derrocar el régimen capitalista es la insurrección popular armada”. “La violencia revolucionaria”, concordaba el Partido Socialista en su famoso congreso de Chillán de 1967, “es inevitable y legítima. Resulta necesariamente del carácter represivo y armado del Estado de clase. Constituye la única vía que conduce a la toma del poder político y económico y a su ulterior defensa y fortalecimiento”. Por ese mismo tiempo, la revista Punto Final, universalmente catalogada como principal portavoz de esa corriente izquierdista, argumentaba rotundamente lo siguiente: “Cada vez se afianza más en la Izquierda la convicción de que la conquista del poder para hacer la revolución y no para instaurar un régimen reformista, no se conseguirá por la vía electoral. Aunque haya discrepancias en cuanto a la oportunidad y los métodos o la táctica, la acción armada es inevitable, en cierta etapa. Entonces, las combinaciones político-electorales carecen de importancia. No resolverán nada”34. La Revolución Cubana, referente obligado de todas estas instancias, así como los golpes de Estado con apoyo estadounidense que por entonces proliferaban por todo el continente, no permitían hacerse ninguna ilusión al respecto.

Tan taxativo diagnóstico se apoyaba fundamentalmente sobre una lectura estricta de las teorías marxistas del imperialismo y la lucha de clases. En relación a la segunda, decía la Declaración de Principios del MIR, el “hecho histórico de la lucha de clases” implicaba que la destrucción del capitalismo sólo podía lograrse mediante “un enfrentamiento revolucionario de las clases antagónicas”. En tal virtud, toda estrategia orientada a “amortiguar” esa lucha debía rechazarse categóricamente: “combatiremos toda concepción que aliente ilusiones en la ‘burguesía progresista’ y practique la colaboración de clases. Sostenemos enfáticamente que la única clase capaz de realizar las tareas ‘democráticas’ combinadas con las socialistas, es el proletariado a la cabeza de los campesinos y de la clase media empobrecida”. Caía así por la borda el razonamiento gradualista sobre la necesidad de proceder primero a una revolución nacional-democrática antes de plantearse la tarea de construir el socialismo: “rechazamos, por consiguiente, la ‘teoría de las etapas’, que establece equivocadamente, que primero hay que esperar una etapa democrático-burguesa, dirigida por la burguesía industrial, antes de que el proletariado tome el poder”. En esa lógica, “las directivas burocráticas de los partidos tradicionales de la izquierda chilena defraudan las esperanzas de los trabajadores; en vez de luchar por el derrocamiento de la burguesía se limitan a plantear reformas al régimen capitalista, en el terreno de la colaboración de clases; engañan a los trabajadores con una danza electoral permanente, olvidando la acción directa y la tradición revolucionaria del proletariado chileno”.

Un razonamiento parecido, con evidentes resonancias de la entonces ascendente teoría de la dependencia35, se aplicaba a las fórmulas para combatir al imperialismo, que como se recordará constituía una de las bases sobre las que la izquierda gradualista sustentaba su tesis de las etapas: primero derrotar al enemigo fundamental (el imperialismo) con la ayuda de las capas medias y la burguesía nacional, y luego acometer la construcción socialista. Para la izquierda rupturista, en cambio, la dominación imperialista hacía impracticable cualquier tentativa de llegar pacíficamente al poder político, e ilusoria toda delegación de responsabilidades en alguna burguesía nacional o progresista. Decía al respecto el joven dirigente socialista Ricardo Núñez, en una entrevista publicada en Punto Final: “sólo un sólido frente de clase, sin compromiso con los sectores de la burguesía que han mantenido esta situación de subdesarrollo y de dependencia del imperialismo norteamericano en nuestro país, logrará abrir posibilidades ciertas a la insurgencia armada de las masas, que encabezarán los partidos de la clase obrera. Por esto cualquier intento de conciliación con las fuerzas defensoras del statu quo vigente e incapaces de desempeñar el rol que en otros contintentes jugaron, no hace sino postergar a todos aquellos que ven en el socialismo la concreción de sus aspiraciones”36.

Concordaba en esa apreciación el Tercer Congreso General del MIR, de diciembre de 1967, al señalar que la vía armada era consecuencia insoslayable de una dominación imperialista bajo cuya égida las clases dominantes nacionales sólo cumplían un papel secundario: “analizando las clases dominantes en Chile, hemos llegado a la conclusión de que no es puramente la burguesía chilena, engendrada y desarrollada por el imperialismo, la que domina en nuestro país. Evidentemente si la responsabilidad principal de gobierno, y la dominación principal la ejerce el imperialismo a través de un gobierno lacayo (como calificaba el MIR al de Eduardo Frei Montalva) y una burguesía títere, de todo esto se desprende, que para calificar exactamente el tipo de dominación que existe y para determinar correctamente quien lo ejerce, lo atribuiremos a lo que hemos denominado complejo social dominante”. Estando este “complejo social dominante” controlado en última instancia por el imperialismo, “cualquier proceso revolucionario, cualquier forma de amenaza al orden vigente engendra inmediatamente la contrarrevolución armada con presencia, desde ya (sic), del imperialismo”. En consecuencia, “el uso de la fuerza y la violencia revolucionaria no se plantea ya como ‘posibilidad’ sino como la ‘solución urgente de cada momento’. Es decir que no sólo tomaremos el poder usando la violencia en contra de los enemigos nacionales, sino que también y desde los comienzos contra los enemigos extranjeros”37.

La lucha armada surgía así, desde la óptica rupturista, como un componente insoslayable (e incluso conveniente, en tanto fogueaba los ánimos populares), de la revolución chilena. Esta opción, sin embargo, al menos en la perspectiva del MIR, que fue la agrupación que más elaboró políticamente la materialización de la vía armada, no debía confundirse con la opción “foquista” o guerrillera a la sazón en boga en Latinoamérica. Tampoco se la concebía como una reproducción de la insurrección generalizada que había dado origen a la Revolución Rusa de 1917, y que suponía un Estado burgués profundamente debilitado por una crisis endógena y una organización y combatividad inmensas de las masas populares. Por sus características históricas y estructurales, Chile sólo podía asumir el camino revolucionario por la vía de una “guerra prolongada e irregular”, donde el componente propiamente militar quedaría claramente subordinado a la lucha política y social38. Esto explica que, más allá de denuncias nunca fundamentadas de diversos órganos de expresión derechista, el MIR nunca se abocara durante estos años a la formación de grupos guerrilleros propiamente tales. Su acción armada concreta se restringió a unos pocos asaltos a bancos y supermercados durante una breve etapa de clandestinidad entre mediados de 1969 y comienzos de 1970, la que fue posteriormente depuesta como un gesto de reconocimiento a la dinámica que fue cobrando la candidatura de Salvador Allende. Los Grupos Político-Militares (GPM) creados durante esa misma etapa tuvieron de militar poco más que el nombre, pues su quehacer se concentró en la penetración de diversos “frentes de masas”, sobre todo poblacional y campesino, y la ejecución de algunas “acciones directas” al estilo de las entonces emblemáticas ocupaciones de terrenos39.

En cuanto al otro gran exponente de la vía armada, el Partido Socialista, su accionar en ese plano se redujo a apoyar tangencialmente, a mediados de 1968, un conato de resistencia armada al desalojo de un predio agrícola en la Provincia de Aconcagua, ocupado a la sazón por unos campesinos en huelga que fueron rápidamente reprimidos por la fuerza policial. El gobierno de la época denunció el hecho como parte de un “plan subversivo nacional”, lo que dio lugar a todo tipo de especulaciones sobre la incubación de grupos guerrilleros con respaldo foráneo (supuestamente, del régimen dictatorial argentino entonces en el poder…). Considerando que el armamento incautado a los ocupantes del fundo no pasaba de bombas molotov y algunas armas de caza, la dimensión del “foco guerrillero” no parece haber sido muy sustantiva. Un redactor de Punto Final, en ningún caso renuente a destacar lo que podría haberse visto como el primer germen de la lucha armada en Chile, concluía: “Cualquier intento de convertir la experiencia del fundo San Miguel en una táctica de lucha generalizada para la izquierda revolucionaria, parece estar destinado al fracaso. Sin embargo, la actitud de franca rebeldía de los campesinos contra la injusticia de su situación, inyectó una corriente de acción que necesitaba la izquierda”40. La corriente, sin embargo, no resultó contagiosa.

De esa forma, la estrategia de la vía armada quedó reducida durante aquellos años a poco más que un gran despliegue retórico, lo que no impidió que todavía en vísperas de la elección presidencial de 1970 el MIR siguiera insistiendo en su escepticismo respecto de la vía electoral: “sostenemos que las elecciones no son un camino para la conquista del poder. Desconfiamos que por esa vía vayan a ser gobierno los obreros y campesinos, y se comience la construcción del socialismo. Estamos ciertos de que si ese difícil triunfo electoral se alcanza, las clases dominantes no vacilarán en dar un golpe militar. Sostenemos que las enseñanzas que las masas han obtenido de su experiencia en las pasadas campañas presidenciales no han sido las que arman y preparan para la conquista del poder”41. Sin embargo, ante el hecho consumado del triunfo y ratificación del gobierno de la Unidad Popular, el MIR se vio en la necesidad de reconocer la legitimidad y el arraigo popular de la tan discutida propuesta42.

A partir de ese momento, y sin renunciar radicalmente a la estrategia de la lucha armada, su accionar se concentró en formas más “políticas” de confrontación (ocupaciones de terrenos y unidades productivas, fortalecimiento de sus frentes de masas, agitación y movilización callejera), todo dentro de un marco de respaldo crítico al gobierno de Allende. Las referencias directas a la necesidad de armar al pueblo y prepararlo para la guerra rápidamente cedieron lugar a un discurso centrado en la “movilización de masas”, las que mediante una acción autónoma y permanente, pero no necesariamente militar, podían llegar a decidir la lucha de clases en su favor. En ese contexto, la crítica del MIR se concentró crecientemente en las vacilaciones del gobierno de la Unidad Popular en cuanto a respaldar y dinamizar este fenómeno, jugándose más bien por buscar acuerdos imposibles con la Democracia Cristiana mediante el efecto supuestamente tranquilizador que produciría la desmovilización de las masas43. Convencido de que una coyuntura “pre-revolucionaria” como la que a su juicio se vivía debía redundar en un recrudecimiento de la lucha de clases, el MIR no vacilaba en incluir a la Democracia Cristiana y los partidos de derecha (Partido Nacional, Democracia Radical y Patria y Libertad), así como a los gremios empresariales, en un solo gran bloque aglutinado en torno a la defensa del capitalismo y del derecho de propiedad, lo que convertía en suicida cualquier intento de frenar el ímpetu revolucionario de las masas. El paro patronal de octubre de 1972, que pareció confirmar ese diagnóstico, consolidó esa visión estratégica, y a la vez redobló los esfuerzos del MIR por constituir un “polo revolucionario” en compañía del Partido Socialista, la Izquierda Cristiana y el MAPU dirigido por Garretón. Aun entonces, sin embargo, la lucha siguió planteándose más en términos de seguir acumulando fuerza social por medio de la acción directa no militar (ocupación permanente de espacios territoriales y unidades productivas), y a la vez ganarse el apoyo de la tropa y suboficialidad de las fuerzas armadas existentes44. Llegado el 11 de septiembre de 1973, los partidarios de la línea rupturista habían logrado acumular una sustantiva base de apoyo, pero no habían conformado un ejército del pueblo capaz de enfrentar al ejército profesional.

Un segundo eje polémico entre gradualistas y rupturistas, por cierto bastante menos discutido que el anterior, tuvo que ver con el marco geográfico en el que debía desenvolverse la revolución. Para los segundos, la discusión no merecía dudas: considerando el peso que ejercía en la situación política la presencia del poderío imperial, la lucha sólo podía darse a escala continental, y su triunfo pasaba por un estallido generalizado a toda América Latina. El precedente cubano, reiteradamente recordado por esta corriente, tenía en este sentido un efecto claramente inspirador. Decía al respecto el Congreso Constituyente del MIR: “las masas cubanas insurrectas, con su Gobierno revolucionario al frente, con sus Milicias obreras y populares y su Ejército Rebelde, demostraron que la defensa del derecho a la autodeterminación y de la independencia nacional, así como la conquista de los derechos democráticos de los trabajadores y de su exigencia de organizar la vida social y económica de Cuba, forman parte de un PROCESO ÚNICO, GLOBAL E ININTERRUMPIDO (sic), de carácter revolucionario, que culmina con la transformación socialista del país”45. Coincidía en ello la revista Punto Final al conmemorar el décimo aniversario de dicha Revolución: “el estímulo del ejemplo cubano, y la clarificación que al calor de su presencia se ha producido, constituyen un aliciente del que hasta hace diez años, cuando campeaban teorías reformistas, se carecía en el continente”46. El endurecimiento de la política hemisférica de los Estados Unidos tras la Crisis de los Misiles y la fracasada intentona contrarrevolucionaria de Playa Girón, sin embargo, formalizada en la denominada “Doctrina Johnson”, hacían muy difícil que esta experiencia de construcción socialista pudiera repetirse en la misma forma. Así lo reconocía el Tercer Congreso General del MIR al señalar que “la realidad de América Latina en estos últimos años, asimismo como la experiencia mundial de este período caracterizada principalmente por la guerra en Vietnam [otro referente emblemático de la izquierda rupturista], plantea entonces a las clases revolucionarias de nuestro país un nuevo enemigo (que no es tan nuevo), una nueva máquina militar que aplastar, un nuevo ejército represivo que destruir: el yanki”.

Así entonces, retomando una tesis internacionalista que se entroncaba con el marxismo más clásico, la izquierda que se autodenominaba “revolucionaria” asumió las banderas continentalistas que encontraron su máxima expresión en la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), cuya primera conferencia se inauguró en La Habana, el 28 de julio de 1967, precisamente bajo el lema “el deber de todo revolucionario es hacer la revolución”. Decía la convocatoria a este evento: “Se lucha hoy en muy diversas partes de ‘esta América nuestra, y de esas luchas surgen experiencias que es necesario intercambiar. Es nuestro deber llevar adelante las resoluciones de la Conferencia Tricontinental, que proclamó el derecho de los pueblos de oponer la violencia revolucionaria a la violencia del imperialismo y la reacción. Es necesario unir, coordinar e impulsar la batalla de todos los pueblos explotados de América Latina”47. Esta sensibilidad también se expresó en un interés permanente por los movimientos guerrilleros que a la sazón se desarrollaban a lo largo y ancho de América Latina, y a los que la izquierda rupturista constantemente apelaba como objeto de emulación. “La solidaridad con los guerrilleros de América Latina”, proclamaba en un momento el columnista de Punto Final Jaime Faivovich, “es un deber del movimiento popular. Pero tiene que traducirse en algo mucho más concreto que el simple respaldo moral o verbal. Sólo así será un aporte real a la lucha antimperialista y tendrá alguna repercusión en nuestro país”48.

La ascensión al gobierno de la Unidad Popular, sin embargo, generó una situación tan inédita que la tesis latinoamericanista quedó severamente interrogada, al menos como guía para la praxis cotidiana. No se renunció, por cierto, al internacionalismo doctrinario, como lo demostró la reacción del MIR ante las vacilaciones que exhibió el gobierno de Allende al aterrizar en Chile un avión secuestrado por un grupo de revolucionarios argentinos escapados de la dictadura militar de Alejandro Agustín Lanusse. “Con el surgimiento y desarrollo del imperialismo”, editorializaba en esa ocasión El Rebelde, “la lucha de clases asumió un carácter cada vez más internacional. El internacionalismo proletario es por esto un componente imprescindible del programa revolucionario, de la estrategia revolucionaria, para la conquista y la consolidación del poder. El internacionalismo proletario es la herramienta concreta que los pueblos tienen para apoyarse los unos a los otros en su lucha común contra el poderío militar, político y económico del imperialismo”49.

En términos prácticos, sin embargo, las complejidades de la política interna ensimismaron a la izquierda rupturista en la decodificación y proyección de la coyuntura inmediata, de cuyo desenlace dependía el futuro concreto, no sólo retórico, de la revolución chilena. Este desplazamiento analítico se reveló incluso en un relevamiento de la autonomía de la derecha y la burguesía nacional, que de haber sido catalogada como mero furgón de cola del imperialismo pasó a convertirse en un adversario peligroso y astuto, capaz de combinar creativamente medidas aparentemente conciliatorias (generalmente por cuenta de la DC), con el ataque implacable y frontal orientado al derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular. Incluso los frentes de masas, espacio destacado y predilecto del “polo revolucionario”, comenzaron a ser disputados por una derecha que, precisamente en virtud de esa estrategia de movilización callejera, pasó rápidamente a ser tildada de “fascista”50. Sin nunca desconocer el impacto que seguía teniendo el accionar imperialista, recordado vívidamente en incidentes como los intentos desestabilizadores de la transnacional telefónica ITT o el embargo internacional provocado por las expropiadas compañías cupríferas estadounidenses, el transcurso de los mil días de la Unidad Popular forzaron a la izquierda rupturista a centrar cada vez más su atención en el ámbito de lo nacional. Posiblemente muy a su pesar, las “particularidades” de la situación chilena la forzaron a relegar a segundo plano su perspectiva internacionalista y continental.

Ese era el énfasis, por cierto, que desde un comienzo había caracterizado a la vertiente que promovía la revolución “gradual”.

Notas
1 Este artículo fue publicado en Julio Pinto (Editor) Cuando hicimos historia. Experiencias de la Unidad Popular, Santiago, 2005.
2 Doctor en Historia, Académico de la Universidad de Santiago de Chile.
3 Fidel Castro, “Segunda Declaración de La Habana”, 4 de febrero de 1962. Texto completo reproducido en http://www.ciudadseva.com/textos.
4 Citado en Punto Final N° 44, diciembre de 1967.
5 Para el ejemplo guevarista, ver Jorge Castañeda, La vida en rojo, Buenos Aires, Planeta, 1997; para sus escritos, Ernesto Ché Guevara, Escritos y discursos, (9 vols.), La Habana, Ed. de Ciencias Sociales, 1977; el texto más influyente por aquellos años de Régis Debray fue Revolución en la revolución, Cuadernos de la revista Casa de las Américas N° 1, La Habana, 1967.
6 Para este tema ver, entre otros autores, Tomás Moulian, La forja de ilusiones: el sistema de partidos, 1932-1973, Santiago, ARCIS-FLACSO, 1993; y Julio Faúndez, Izquierdas y democracia en Chile, 1932- 1973, Santiago, Ediciones Bat, 1992.
7 Punto Final N° 57, junio de 1968.
8 La Democracia cristiana sufrió en 1969 la escisión del MAPU, y en 1971 la de la Izquierda Cristiana, ambas por adherir al proyecto revolucionario. En el caso del Partido Radical, el apoyo de su directorio al programa de la Unidad Popular provocó la ruptura de una fracción de derecha, dirigida por Julio Durán, que pasó a denominarse Democracia Radical.
9 El Siglo, 24 de agosto de 1969.
10Punto Final N° 17, agosto de 1966, y N° 19, enero de 1967.
11 Reproducido en Pedro Naranjo y otros (eds.), Miguel Enríquez y el proyecto revolucionario en Chile. Discursos y documentos del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, Santiago, LOM, 2004, ps. 99-101.
12Punto Final N° 73, enero de 1969; El Siglo, 10 de julio de 1966.
13 Tomás Moulián, “Evolución histórica de la izquierda chilena: la influencia del marxismo”, en el libro del mismo autor Democracia y socialismo en Chile, Santiago, 1983.
14El Siglo, 24 de agosto de 1969.
15 “Programa del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR)”, septiembre de 1965, reproducido en Pedro Naranjo y otros (eds.), Miguel Enríquez y el proyecto revolucionario en Chile, op. cit., ps.103-105.
16Punto Final N° 18, diciembre de 1966.
17Punto Final N° 51, marzo de 1968.
18Estrategia N° 6, Santiago, septiembre de 1966.
19Punto Final N° 13, octubre de 1966.
20 Sobre el impacto que esta materia tuvo en la resistencia a las propuestas revolucionarias, ver el excelente trabajo de Juan Carlos Gómez, La frontera de la democracia, Santiago, LOM, 2004.
21El Siglo, 24 de agosto de 1969.
22 Citado en Luis Corvalán Marquéz, Del anticapitalismo al neoliberalismo en Chile, Santiago, Sudamericana, 2001, p. 54.
23 “La estrategia insurreccional del MIR (1967)”, documento N° 039 del Centro de Estudios Miguel Enríquez (en adelante CEME), coordinado por Pedro Naranjo.
24 Tomás Moulián, en su obra Socialismo del siglo XXI. La quinta vía, Santiago, LOM, 2000, hace referencia a la “obsesión” de la izquierda chilena—y mundial—con la conquista del poder.
25 Revista PEC, N° 403, 28 de mayo de 1971. Agradezco este dato a Verónica Valdivia.
26 Se ha tomado esta nomenclatura del texto de Luis Corvalán Marqúez, Los partidos políticos y el golpe del 11 de Septiembre, Santiago, CESOC, 2000.
27 Este argumento ha sido desarrollado con gran profundidad por el historiador brasileño Alberto Aggio en su libro Democracia e Socialismo. A experiência chilena, segunda edición, Sao Paulo, Annablume, 2002. Es compartida también, a nivel historiográfico, por Luis Corvalán Marquéz, op. cit., y por Juan Carlos Gómez, op. cit
28 Agradezco esta precisión a Rolando Álvarez Vallejos.
29 Esta caracterización corresponde fundamentalmente a los pronunciamientos estratégicos y programáticos del Partido Comunista de Chile, elaborados entre 1958 y 1973. Aparte de los documentos propiamente partidarios, reproducidos en el diario El Siglo, resulta útil como referencia la obra de Luis Corvalán Lepe, Secretario General del partido durante el período considerado, Camino de victoria, Santiago, Horizonte, 1971. En un plano más analítico, puede consultarse el trabajo de Alonso Daire, “La política del Partido Comunista desde la post-guerra a la Unidad Popular”, en Augusto Varas (comp.), El Partido Comunista de Chile , Santiago, FLACSO, 1988; Rolando Álvarez, Desde las sombras. Una historia de la clandestinidad comunista (1973-1980), Santiago, LOM, 2003, capítulo 2; Hernán Venegas, “El Partido Comunista de Chile: antecedentes ideológicos de su estrategia hacia la Unidad Popular (1961-1970)”, Revista de Historia Social y de las Mentalidades Año VII, vol. 2, Universidad de Santiago de Chile, 2003.
30El Siglo, 24 de agosto de 1969.
31 Aparte de los discursos del propio Salvador Allende y los documentos y prensa del Partido Comunista, la estrategia gradualista encuentra su mejor exponente en el asesor político de ese gobernante, Joan Garcés. Ver al efecto sus obras El Estado y los problemas tácticos en el gobierno de Allende, México, Siglo XXI, 1974; y sobre todo Allende y la experiencia chilena, Barcelona, Ariel, 1976. Para un análisis del período en una visión más bien favorable a esta perspectiva, ver Alberto Aggio, Democracia e socialismo, op. cit.; Luis Corvalán Marquéz, Los partidos políticos y el golpe del11 de septiembre, op. cit.; Sergio Bitar, Transición, socialismo y democracia. La experiencia chilena, México, Siglo XXI, 1979. Ver también Tomás Moulian, Conversación interrumpida con Allende, Santiago, LOM, 1998.
32 Recientemente han aparecido algunos estudios que, desde el medio académico estadounidense, analizan prolija y críticamente las relaciones entre ese país y América Latina, destacando por cierto el candente período posterior a la Revolución Cubana, en cuyo contexto se formuló la mencionada Doctrina Johnson. Esta literatura complementa y actualiza la voluminosa producción latinoamericana de la época, encabezada por los sectores de izquierda y los teóricos de la dependencia. Ver, a modo de ejemplo, Peter Smith, Talons of the Eagle.Dynamics o U.S.-Latin American Relations, Oxford University Press, 1996; y Lars Schoultz, Beneath the United States.A History of U.S. Policy toward Latin America, Harvard University Press, 1988.Agradezco ambas referencias a Brian Loveman.
33El Rebelde (Primera Época), 31 de marzo de 1962.
34Punto Final N° 35, agosto de 1967.
35 Ver al respecto la serie de artículos de Andrés Pascal Allende titulada “El MIR, 35 años”, publicada en Punto Final Nos. 477-482, agosto-octubre del 2000, especialmente el N° 477, de agosto del 2000.
36Punto Final N° 16, noviembre de 1966.
37 “La estrategia insurreccional del MIR”, documento resumen de la “Tesis Político-Militar” aprobada en el Tercer Congreso General del MIR, diciembre de 1967; documento N° 039 del Centro de Estudios Miguel Enríquez
38Ibid.
39 Este período de la historia del MIR ha sido  tratado por Carlos Sandoval en su libro El MIR, una historia, Santiago, Sociedad Editorial Trabajadores, 1990; Pedro Naranjo, en su estudio preliminar  al libro ya citado Miguel Enríquez y el proyecto revolucionario en Chile; Luis Vitale, Contribución a la Historia del MIR,  Santiago,  Ed.  Instituto  de  Investigaciones  de  Movimientos  Sociales,  “ Pedro  Vuskovic ”,  1999;  y  Francisco  García  Naranjo,  Historias derrotadas. Opción y obstinación de la guerrilla chilena. 1965­1988,  Hidalgo :  Universidad  Michoacana  de  San  Nicolás  de  Hidalgo,  1997.   Hay un excelente resumen sobre la etapa fundacional del MIR y su bibliografía en la tesis inédita de  D.E.A. de Eugenia Palieraki,  titulada «Le Mouvement de la Gauche Révolutionnaire au Chili (1965‐ 1973). Réflexions sur la culture politique chilienne dans l’ère des utopies révolutionnaires latino‐ américaines», Universidad de La Sorbona, París, 2002.  .
40Punto Final N° 61, agosto de 1968.
41 “El MIR y las elecciones presidenciales”, Punto Final N° 104, mayo de 1970.
42 “El MIR y el resultado electoral”, documento público del Secretariado Nacional de ese partido publicado en Punto Final N° 115, octubre de 1970.
43 Ver por ejemplo una entrevista a Miguel Enríquez publicada en El Rebelde del 2 de mayo de 1972 con el sugerente título de “Hay que resolver el problema del poder”.
44 Así lo planteó Miguel Enríquez en su famoso discurso del Teatro Caupolicán el 14 de junio de 1973, reproducido en Pedro Naranjo y otros, op. Cit.
45El Rebelde (Primera Época), N° 32, septiembre de 1965.
46Punto Final N° 72, enero de 1969.
47 Reproducida textualmente en Punto Final N° 24, marzo de 1967.
48Punto Final N° 30, junio de 1967.
49El Rebelde, 22 de agosto de 1972. La fuga de los prisioneros políticos de la cárcel militar de Rawson está detallada y vívidamente tratada en el primer tomo de la trilogía de Martín Caparrós y Eduardo Anguita La Voluntad, Buenos Aires, , donde se hace expresa referencia a las dificultades que su venida a Chile suscitó a un gobierno allendista a la sazón empeñado en demostrar su apego a la legalidad y en facilitar un diálogo con la Democracia Cristiana.
50 Numerosas referencias explícitas al respecto en las ediciones de 1972 y 1973 de la prensa de la izquierda rupturista, como El Rebelde y Punto Final.

BIBLIOGRAFÍA
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