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En las crisis políticas y peor aun sistémicas, siempre hay gobiernos que se resisten a perecer, el tufillo conservador les ronda porque no han aquilatado la situación y con la esperanza de una salvación de última hora se mantienen a flote. El caso de Sebastián Piñera es de libro. Acudiendo a la vieja fórmula latinoamericana, ejerce la dictadura con la anuencia de toda la clase política alojada en el parlamento y las fuerzas armadas como garantes de un penoso orden criminal y conservador. Posterior al 25 de octubre y ante la derrota aplastante de un plebiscito que no buscó, pero que auspicio para ganar tiempo durante las jornadas del 18 de octubre del año 2019, su legitimidad como fuerza en el poder cayó por el suelo.
Debió renunciar después del resultado del plebiscito claramente, pero cual dictador megalómano, ya no contento con detentar el poder de forma espuria sin más apoyo que las fuerzas armadas que lo respaldan, ha endurecido su gobierno transformándolo en una dictadura, al punto de mantener el estado de emergencia, toque de queda en el territorio nacional y una férrea represión policial que cada día cobra mas y mas victimas. Los carabineros con bala pasada disparan al menor asomo de manifestación cobrando víctimas fatales. La fuerza de los acontecimientos, sin embargo, le ha permitido flotar como un naufrago en medio de un mar de cambios, movilizaciones y pandemia. El intento desesperado de mantener el control a como dé lugar en un país con un movimiento social organizado, que no da tregua al dictador, y que infructuosamente pretende darle cierta normalidad, tiene tintes ya de opereta ridícula. Se mantiene en la cuerda floja porque ya no es solamente su gobierno el que cae, sino que el sistema integro el que va a ser desmantelado con demoledora prontitud. En este panorama cabe preguntarse el porqué el dictador Piñera continua en la senda de un gobierno, que en cualquier momento se precipitara por el abismo, pero aun así busca perpetuarse e incluso dejar un sucesor.
En Chile hay antecedentes históricos. El Presidente José Manuel Balmaceda se declara por encima de la ley en 1891 y desencadena una guerra civil por con final conocido. Sin embargo, su dictadura se extiende por casi ocho meses, ante la arremetida del congreso oligárquico que no permitirá la entronización de Balmaceda como dictador por mucho tiempo. Claramente la lucha entre ambos poderes es oligárquica de terratenientes y comerciantes salitreros, contra pijes de Santiago, donde el pueblo es un mero espectador y pondrá la sangre como siempre, pero refleja el hecho político que acusa recibo en torno al vicio de algunos presidentes chilenos de arrogarse poderes por sobre la ley, los ciudadanos y la dignidad de los chilenos, sin respetar el influjo de delirios megalómanos que llevan al despeñadero a nuestra nación.

No puedo dejar de reparar en este punto que augura este proceso plagado de vicios que sólo aumentan el abismo hacia soluciones que no son para nada ortodoxas. Las dictaduras sabemos cómo terminan y más aun cuando la gente ya entiende que la política no es un juego de salón como pretenden hacernos creer. El político medio en Chile siempre es irresoluto, recibe órdenes basadas en un sistema autocrático que se resuelven en grupos de poder económicos y conservadores desde arriba sin control alguno de los ciudadanos, este hecho nos pasó la cuenta muchas veces en nuestra historia porque no había atajo ante el despeñadero al que nos condujeron las crisis sucesivas. Es la desidia en forma de interés mezquino el que se transforma en azote en la clase política, que no logra ver un camino plausible por la miopía e incapacidad manifiesta. Depositar por tanto en las manos de un Presidente el poder total, una dictadura de facto como la que tenemos hoy, es un camino simple porque la indolencia de la clase política que se lava las manos simplemente, se hace un lugar común. Al caso de Balmaceda se suma el de Manuel Montt(1851-1861), otro dictadorzuelo maquillado por la historia conservadora, el sueño húmedo de Jaime Guzmán, que gobernó en condiciones similares a estas, azotadas y golpeadas por la sociedad de la igualdad que se mantuvo en el poder a punta de bayoneta y represión. Hay más casos, pero no cometeré el pecado de agobiar al lector con minucias históricos. Sólo agregaré que hay un miedo pavoroso a ese momento de fin de ciclo, que usualmente termina en la temida antítesis del ethos político por antonomasia y elevado a fetiche conceptual de la nación chilena: El Orden.
A ese punto se suma, ya en la coyuntura actual, la búsqueda de mantener el privilegio de una clase que comienza a usufructuar, luego del golpe militar del 73, de los privilegios económicos y que hoy ve amagados por la creciente movilización social, ya no sólo en nuestro país, sino que en todo el continente. Con todo, la apuesta del dictador Piñera, empeñado en silenciar la calle a sangre y fuego, revistiéndose de una democracia falaz, estrategia ochentera de su predecesor Pinochet, pretende restaurar el sistema económico y político que ha campeando desde hace cuarenta años y se resiste a morir de la mano de un ciclo completo en nuestra historia. La dialéctica de la reforma y restauración que tan bien se ha desplegado desde los tiempos del Presidente Salvador Allende continúa ahora cerrando el ciclo neoliberal, no sin antes dar coletazos brutales. Es un hecho que Piñera se presentó como el adalid del neoliberalismo en Latinoamérica, pero este fenómeno que hoy es parte de nuestro pasado basado en una ideología que se va por el caño de la historia de la mano de los movimientos sociales que exigen nuevas soluciones a nuestros políticos.
Por : Ewald Meyer Monsalve