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(extensión de Milagros en mi vida)
Escribe Julio Pardo Martínez
Este capítulo debería estar más bien en un libro titulado “Cosas extrañas en mi vida”.

Comentando mi idea de escribir todo esto con mi amigo Carlos Rocco, me sugirió incluir entre los milagros algunos que yo no considero como tales. Más bien se trataría de “suerte en la desgracia”, pero se me ocurre que la frase misma tiene algo de cómicamente contradictorio.
Creo recordar que fue en 1965.
Yo trabajaba en ese momento en un curioso negocio que entretenía la madre de Carlos Balmaceda (famoso tubista, pianista y director al mismo tiempo que creador de orquestas). Se trataba de un laboratorio llamado Mary Winter, que fabricaba productos de belleza tales como crema para las manos, para la cara etc.
En esa época el teléfono no era aun “medido” es decir que con el mismo abono mensual uno podía hablar horas y horas sin pagar suplemento alguno.
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El “éxito” comercial del negocio estaba basado en un equipo de ocho telefonistas que pasaban a peine fino la guía de teléfonos de Capital y Gran Buenos Aires. Las destinatarias de los llamados se veían “premiadas” con una reducción del 50 por ciento sobre un conjunto de productos que comprendía un frasco de crema de manos, uno para limpieza de cutis y el otro realmente no me acuerdo para que era pero en la misma línea que los demás.
Se trataba, en realidad, de una venta disimulada, pero los clientes quedaban satisfechos con los productos. La chicas que se ocupaban de los llamados confeccionaban una ficha con las personas que aceptaban el “premio”. Y ahí entrábamos en acción los “distribuidores” que en realidad terminábamos por rematar la venta.
Al comienzo (es decir cuando yo empecé a trabajar en la cosa que ya estaba establecida desde mucho tiempo atrás) las fichas se repartían “al azar” entre los cuatro o cinco vendedores que debían, por su propia cuenta, establecer itinerarios previos al ida de pasaje.
Al comienzo seguí́ las indicaciones de los ancianos vendedores, colocando granos de arroz sobre una guía Peuser. Hacía falta evitar respirar fuerte para que los granos de arroz no fueran a parar a la mierda! ¡Un verdadero trabajo de ídem!
No tardé en inventar un sistema bastante ingenioso consistente en colocar un papel de calcar, fijado con dos pequemos pedazos de cinta scotch, sobre el plano. Luego de numerar todas las fichas, iba situándolas en el mapa escribiendo en la hoja de calco el numero de ficha. Establecer luego un itinerario lógico era cosa de pocos segundos.
Cuando le conté a Balmaceda como procedía, decidió hacerlo él mismo con todas la fichas a medida que las mismas iban apareciendo luego de los llamados. Lo que permitió establecer itinerarios mucho mas coherentes y evitar caminatas enormes. ¡Inútil agregar que las finanzas de Mary Winter resintieron una notable mejoría!
En algún otro escrito comentaré las cosas extraordinarias que ocultan una ciudad como Buenos Aires y sus suburbios, cosas que uno no imagina siquiera cuando se pasea por sus veredas, olvidando que a pocos metros y detrás de las paredes millones de vidas juegan sus destinos al igual que en el caso de las trayectorias de las abejas de Otto Carlos Miller.
Una “abeja” furiosa, justamente, debía cruzar su trayectoria con la mía unos dos años después de haber comenzado este trabajo que, dicho sea de paso, era una fuente de ingresos considerable.
Era una mañana soleada de invierno en el Gran Buenos. Ciudadela para ser exactos. No estoy muy seguro pero creo que era la Avenida Díaz Vélez, cerca del mediodía. La casa era como esas tan típicas del Gran Buenos Aires, jardincito adelante con una pared bien bajita y puertita baja también, que, en aquella época, solo era símbolo del límite entre el afuera y el adentro de la casa. Hoy en día se les ha agregado rejas altas y con puntas por temor a los robos.
Toqué el timbre y me hizo pasar al jardincito una señora gorda como tantas otras que me han atendido durante los dos años y pico que trabajé para Mary Winter. La señora entró a la casa, supongo ahora, para buscar el dinero con que pagar los productos.
En ese momento, saliendo de la casa, hizo su aparición un curioso personaje. Sumamente delgado, alto, el pelo canoso y bigotes, algo más de sesenta años y con una mirada un tanto alucinada. En su mano derecha llevaba un revólver 38 largo.
Se enfrento a mí y mirándome fijamente a los ojos me dio una especie de cachetazo con su mano izquierda. Luego de eso seguía mirándome desafiante.
Generalmente en este tipo de circunstancias, mi reacción habitual es desarmar rápidamente al contrincante y deshacerle el cráneo a trompadas o a culatazos de su propia arma. Nunca supe exactamente que extraño proceso bioquímico se produce en mí en caso de pelea, pero la sensación es de ver a los otros como si se moviesen en cámara lenta. El adversario, a condición de estar cerca mío, queda sin ninguna posibilidad.
Pero por primera (y única) vez en mi vida mi reacción fue “pacifica”.
Yo había ya dado examen para entrar en la Banda de Policía de la Plata y no esperaba más que el fin de ciertos trámites entre los que se encontraba, si no me equivoco, mi nacionalidad argentina. Todo esto pasó como una película rápida por mi mente y las consecuencias desastrosas de enviar a alguien al hospital, quien además se hallaba dentro de su propiedad etc., frenaron mis impulsos.
Lo miré con desprecio y me dije “Dale Julito, no le pegues, total dentro de una media hora te vas a cagar de risa de todo esto.”
Así́ pensando, metí́ el fajo de boletas en el bolsillo izquierdo de mi gabán y, en ese momento justo, el personaje me apoya el revólver en el pecho a la altura de mi tetilla izquierda y dispara.
Yo solo sentí́ un gigantesco estruendo y el olor a pólvora.
Generalmente cuando alguien es herido, el dolor lo obliga a llevarse las manos a la herida y una serie de otros detalles gestuales coherentes con la situación.
¡El problema es que yo no sentí absolutamente nada de nada! Ni siquiera la sensación como de un latigazo tal lo describía mi padre que tenía experiencia en esto de recibir balazos.
Luego de un corto instante (como en algunos chistes gráficos de la época) miré el agujero por donde había pasado la hasta entonces supuesta bala.
Había un agujero chamuscado de donde salía un poco de humo. Se trataba de un gabán de plástico pero que imitaba el terciopelo y de color verde obscuro. Este detalle es importante pues era impermeable a los líquidos.
Yo estaba sumamente confuso y sin saber bien qué hacer, porque el problema era: ¿Estaba herido, o se trataba de una simple broma? Para broma un tanto pesada, me dije, ¡me ha arruinado el gabán!
Se me ocurre pensar ahora que mi cuerpo “sabía” ya que yo estaba herido, pese a la falta de dolor.
En un determinado momento (mi recuerdo es como de mucho tiempo entre pensamiento y pensamiento, pero supongo que esto es tremendamente subjetivo y que todo transcurría, en realidad, muy rápidamente) pensé: “Debo tener en la bala en el corazón, por eso no me duele.”
Este mismo tipo de pensamiento muestra que algo no funcionaba ya bien claro en mi mente, puesto que en realidad el corazón no duele, ¡pero duele todo lo que hay alrededor!
Así, me dije, no tardaré en morir.
Y como, evidentemente, estaba absolutamente fuera de cuestión el morir parado (¡donde se ha visto!) me acosté en el suelo para “esperar la muerte acostado”.
Pero poco faltó para que limpiara el polvo del piso con un pañuelo o cosa así antes de acostarme. En lugar de llevar mis manos al pecho y caer bruscamente como en las películas, mi manera de acostarme era de una flema casi británica.
Ya cómodamente instalado en el suelo la situación devino de más en más “kafkiana”.
Yo, dirigiéndome a mi agresor, que seguía mirándome fijamente con sus ojos de loco, le pregunté: “¿Porque me mató?”
El loco por toda contestación entró a la casa y quedo ausente durante unos segundos. Yo veía, a través de la puerta de alambre tejido, los ojos desmesuradamente abiertos de la señora gorda que me contemplaba con horror.
Finalmente, el loco volvió́ teniendo en la mano un cuchillo de proporciones enormes. Lo que me hace mucha gracia es acordarme lo que pensé́, literalmente, en ese momento: “Me viene a “despenar”
¡Como en los cuentos de gauchos!
Se inclinó hacia mí y cuando ya pensé́ que me llegaba el degüello, la trayectoria se apartó de mi cuello y vi que pasaba el cuchillo debajo de mi hombro como si lo quisiese afilar frotándolo contra mi gabán a la altura de la espalda izquierda.
En ese momento sospeché estar soñando. Este tipo de desplazamientos de acciones son típicos de mis sueños y, según parece, de los sueños de todo el mundo.
Creo recordar ahora, cosa que me parece extraña, que yo insistí al menos una vez más en preguntarle “porque me había matado”.
El personaje volvió a meterse en la casa sin contestarme. Yo, visto y considerando que la muerte no llegaba, me dije: “Julito: a ver si la bala era de fogueo y te estás mandando el papelón del siglo!”
A esto se sumaban reflexiones concernientes a que el individuo podía volver luego con armas aun más contundentes y esta vez usarlas de manera eficaz.
Así pues y un tanto desilusionado de no haber salido teatralmente de esta vida, decidí levantarme e irme antes que el loco estuviese de regreso en la escena (realmente parecía una obra de Ionesco).
Al levantarme y querer tomar la bolsa de productos con la mano izquierda comprobé que realmente estaba herido. La sangre se había acumulado en la manga de mi gabán (recuerden que era impermeable) y al bajar el brazo salió toda junta como un baldazo.
Sentí́ también que la pierna izquierda de mi pantalón estaba empapada de sangre y, al caminar, los mocasines hacían un extraño “schluas, schluas” pues también estaban llenos de sangre.
Un poco sorprendido de estar herido “de verdad” salí a la vereda. Recuérdese: medio día soleado de inverno, casitas bajas, Gran Buenos Aires, avenida Díaz Vélez, tráfico intenso.
En la vereda de enfrente una familia tipo tomaba mate aprovechando los rayitos de sol. Fueron las primeras personas con las que traté de comunicarme.
Con un discurso de una flema digna de Oxford o Cambridge les digo: “Buenos días, disculpen que los moleste pero me acaban de herir de un disparo. ¿Me podrían decir para qué lado queda el hospital?”
Claro, a esa altura del partido yo esta empapado de sangre por todos lados (la sangre es una pintura de gran poder “cubritivo” con apenas un poco da la impresión de una carnicería y en mi caso no se trataba de apenas un poco!). El espectáculo debe haber sido realmente impresionante.
Los vecinos siguieron tomando mate y mirando para los costados fingiendo no verme. Traté de hacer sea a los autos que pasaban.
Ni bola.
Me puse en el medio de la calle como para que no les quedase otra que parar.
Los autos describían una graciosa voltereta en forma de “omega” que me hacía acordar a los viejos dibujos animados donde se mostraba “desde arriba” un partido de fútbol americano.
En ese momento (se ve que ya había perdido bastante sangre) me dije: “Claro yo creía que leía a Kafka, pero en realidad yo formo parte de esos libros y simplemente ahora estoy saliendo de ellos para entrar en la realidad”.
Viendo la poca bola que me daba el mundo y ya creyendo haber devenido invisible decidí ir “para allá” es decir hacia la derecha y por la misma vereda.
Treinta metros después vi que había uno de esos negocios de venta y recarga de baterías de automóviles en donde también se venden neumáticos. Decidí entrar y probar suerte con el señor que se encontraba sentado tras un escritorio revisando papeles. Facturas o algo así seguramente.
Repetí mi cortés pregunta ya casi aprendida de memoria: “Disculpe que lo moleste, señor. Acabo de ser herido… etc.”
El señor levantó la vista. Al verme, tuve la impresión que sus anteojos salieron volando por los aires a causa de la sorpresa, como se ve en las historietas cómicas.
Repetí con mas detalles mi historia y el señor me pregunta: “¿Y Ud. que había hecho?”
Casi inmediatamente y como disculpándose de su pregunta agregó: “No, pibe, disculpáme, pero como puede ser nadie te ayude? Vení que vamos a hacer parar un coche…”
Yo le digo: “No, no, no vale la pena… lo único que quiero saber es para qué lado queda el hospital, me puedo ir caminando.”
Pero el señor ya me había tomado a cargo.
Él logró, luego de varios intentos infructuosos, que parara una camioneta de esas modernas para la época que tenía un lujoso tapizado en piel o imitación de.
El conductor me invitó a subir. Yo estaba ya en un tal estado que le digo : “¡Uy! ¡Le voy a ensuciar todo el tapizado!”
“Pibe, subí y dejáte de joder! ¡Qué mierda me importa el tapizado!”
Hay gente gaucha en el mundo, realmente.
Mientras me llevaba a la sala de primeros auxilios (creo que era la de Ramos Mejía) le conté (era la primera vez de infinitas veces que hube de repetir ese día la misma y extraña historia) como había pasado la cosa.
Mientras íbamos viajando comencé́ a sentir una especie de entumecimiento en el brazo y sobretodo frío, mucho frío.
Se ve que el dueño del negocio de venta de baterías había prevenido de mi llegada al centro de primeros auxilios pues al llegar nos esperaban ya dos robustos enfermeros que me ayudaron a caminar hasta la entrada en donde ya esperaba una camilla. Menos mal, porque ya estaba totalmente mareado y veía como lucecitas alrededor de todo.
Al acostarme en la camilla tuve la sensación como que mi espalda a la altura del hombro estaba apoyada sobre una piedra. Como se cuenta en las novelas policiales les dije “debo tener la bala incrustada en el omóplato”.
Me llevaron rápidamente a la sala de operaciones o algo así. Había una luz fuerte que llegaba de arriba. Alrededor mío pululaba un montón de médicos y enfermeras vestidos de blanco.
Con una tijera, cortaron mis ropas para examinar la herida. Yo levantaba la cabeza para mirar y, pese a que uno de los enfermeros trató de impedírmelo, vi un gran agujero negro en mi tetilla izquierda.
Vi que los médicos se miraron con aire entendido (el agujero estaba justo a la altura del corazón) y a una velocidad impresionante me metieron en una ambulancia diciéndome. “Pibe aquí no estamos equipados como para lo tuyo, te llevamos al hospital de Haedo”.
Así fue que, por primera vez en mi vida oí la sirena de la ambulancia pero entonces desde el lado de adentro. Mi estado de ánimo era sumamente especial. Recuerden que yo no sentía el mas mínimo dolor.
En la ambulancia trate de mover el brazo y la mano. Imposible, totalmente dormido todo eso. “Cagamos” -me dije – no puedo tocar más mis instrumentos”
Inmediatamente pensé en el suicidio.
Pero como, curiosamente, siempre fui un suicida muy optimista casi enseguida me dije: “Pero… la trompeta se toca con solo la mano derecha. He aquí́ una buena excusa para cambiar de instrumento. Además esta el canto lírico, para eso no se necesita ni siquiera una mano”. ¡No digo que estaba ya contento pero casi…!
Una vez en el instituto de cirugía de Haedo, lo absurdo de la situación hacia que contara (infinitas veces) mi historia riéndome a carcajadas a cada uno de los médicos que intervenían. Algunos se miraban como diciéndose “Este muchacho se ha vuelto loco”.
El absurdo no paró ahí.
Al poco tiempo de estar en el hospital y mientras me paseaban de un servicio a otro, llegó un extraño personaje que resultó ser un oficial de policía de la Provincia de Buenos Aires, de civil, rubio y de ojos celestes (¡cosa extraordinaria en ese organismo!).
“¿Vos sós el pibe al que le dispararon?”, me pregunta.
Ante mi respuesta afirmativa me dice:
“Yo ya sé como pasó, pero ahora quiero que me lo cuentes vos”.
Yo lo miré con un asombro infinito. Yo no había hecho ninguna denuncia… ¡y hete aquí que aparece una suerte de Sherlock Holmes al tanto de todo y con el caso ya resuelto!
Antes que comenzase a contar mi historia (por enésima vez) le pidió a los médicos que me hiciesen un examen de sangre para ver si tenía un alto grado de alcohol.
Los médicos siempre defienden a los pacientes. En el caso de ese instituto la mayor parte de los que caían ahí eran delincuentes heridos en tiroteos con la policía o por riñas entre ellos.
“Es que ya perdió mucha sangre este muchacho”, le contestaron con aire desconfiado. “Miren que es para beneficiarlo”, insistió el oficial.
Uno de los médicos me preguntó a la oreja y disimuladamente:
“¿Tomaste algo esta mañana?”
“Solo mate”, fue mi respuesta.
Así que me extrajeron sangre y me dejaron en mi camilla con el inspector al lado mío que se puso a escribir en una maquina portátil que traía.
A medida que yo avanzaba en mi relato su rostro manifestaba una ira sorda y de tanto en tanto comentaba entre dientes:
“¡Qué hijo de puta!”
Una vez que hube terminado, me mira con aire casi triunfal y me dice:
“Ahora te voy a contar la parte de la historia que voz no sabés. Vos me comentaste que el tipo te parece un loco, pero yo te puedo decir que es un loco vivo e hijo de puta. Este tipo se presentó en la comisaría con algunos cortes en su ropa y ligeros rasguños en su piel diciendo que un joven en estado de ebriedad lo había atacado con un cuchillo y que él, para defenderse, le había pegado un tiro.
La cantidad de sangre que traía el cuchillo no coincidía con la poca gravedad de sus heridas y ahí nomás lo dejamos detenido y fuimos a su casa. Le mostramos el cuchillo a la hija y le preguntamos si lo reconocía: ella respondió ‘sí claro, es de mi papá’. Ahí́ nos dimos cuenta que el tipo nos estaba macaneando. Y eso explica también el porque te pasaba el cuchillo por debajo tuyo.”
“¡Que querés pibe!, prosiguió, ¿qué se puede esperar de un sargento jubilado de la policía federal?”
Disimulé como pude la gracia que me hacía ver la enemistad entre las dos instituciones.
Los médicos me decían: “La sacaste barata, pibe” a lo que yo respondía “Sí, ¡pero yo no la quería comprar!”
En efecto, como en las novelas policiales o las películas de cowboys “la bala había patinado en la costilla” o mejor cabría decir las balas: habían sido dos disparos tan seguidos el uno del otro que yo había confundido las detonaciones.
Un detalle que me quedó muy grabado era ver las diferentes expresiones de los médicos a medida que iban descubriendo los agujeros que tenía en mi cuerpo. Cada vez que el número era impar sus rostros se ensombrecían y cuando era par sonreían.
Yo les pregunté porque los números pares les resultaban más simpáticos que los impares y me miraron como si fuera un marciano.
“Pibe, ¡si es impar la bala no salió!”
Nunca me sentí tan estúpido de no haberme dado cuenta de algo tan evidente.
Había cinco agujeros, uno de entrada en la tetilla izquierda, otro de salida en el tórax a la altura de la axila, dos de entrada (uno por cada bala) en el brazo izquierdo (enfrentados al de salida del tórax) y uno solo de salida en el lado externo del brazo. La otra bala quedó en mi brazo cerca del codo.
Yo personalmente no veo mucho de milagroso en este hecho que cortó mi carrera de violinista y que me obligó a una reeducación de dos años para volver a recuperar mi habilidad manual al menos para tocar los instrumentos de viento.
Pero algunos amigos insisten en esto de “la desgracia con suerte”. Yo, personalmente, ¡prefiero las suertes sin desgracias!
Enviado por diario electrónico POLITIKA

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