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Por Daniel Martínez Cunill, Analista político
La atención de los sectores progresistas y las izquierdas de América Latina está centrada en el Paro Nacional en Colombia, que ha sido sometido a una represión contraisurgente por parte del gobierno de Iván Duque, cobrado la vida de docenas de víctimas jóvenes y con cerca de mil detenidos y desaparecidos. No obstante, a casi dos semanas de haberse desencadenado, las manifestaciones y bloqueos en ciudades como Cali y Medellín mantienen su movilización y se enfrentan de manera artesanal a las armas del Ejército y la Policía.
A pesar de la maniobra del llamado al diálogo, hecho desde la Presidencia y de una supuesta disposición al entendimiento, la rebelión se extiende por las regiones de mayor concentración popular. A estas alturas, y desde una perspectiva estratégica en la disputa por el poder, es necesario precisar que más que un movimiento reivindicativo se trata de un alzamiento social de amplio espectro contra el régimen neoliberal de la oligarquía colombiana.
Cabe recordar que la violencia en sí no hace más o menos revolucionario un movimiento; lo que hace revolucionario a un movimiento son sus objetivos. La violencia, en el caso de las luchas populares, es un recurso extremo. Al contrario, para los gobiernos reaccionarios recurrir a la violencia policial y militar es un método usual en defensa del sistema.
Como en muchos países, la pandemia del Covid-19 dejó en evidencia las debilidades y enormes desigualdades del neoliberalismo, especialmente salvaje y agresivo en casos como el colombiano. La crisis económica y financiera que se había evidenciado desde 2017/2018 desarrolló una dinámica recesiva, desmanteló el combate al hambre y al desempleo y sumergió a grandes franjas de la población por debajo de la línea de la pobreza. Colombia no es la excepción, más bien es un caso clásico, donde una crisis latente hace explosión y desencadena la ira y la exasperación de los sectores más desfavorecidos por el sistema.
Desde esa perspectiva hay que abordar las movilizaciones y el Paro Nacional que dinamiza las luchas populares colombianas. Las lecciones de las movilizaciones en Chile, que con sus propias características tiene similitudes con las de Colombia, enseñan que las energías del movimiento pasan por momentos de mayor auge y otros de repliegue. Las propuestas de negociación y diálogo son un recurso de los sectores hegemónicos para obtener una tregua y reformular su respuesta represiva y antipopular contra una sublevación con muchos visos de espontaneidad, pero que el Gobierno cataloga como guerra urbana.
Los principales actores del paro colombiano han mostrado elevados niveles de organización, conciencia y combatividad, que lo hacen cualitativamente superior por la capacidad de convocatoria y el respaldo que tienen en la sociedad. El problema que enfrentan, al igual que en otros países de la Región, es que las reivindicaciones presentadas, por muy legítimas que sean, no se traducen en una propuesta programática ni en una forma de organización superior.
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Entre tanto, la ultraderecha está reaccionando para encausar su ataque contrarrevolucionario y si insiste en criminalizar las protestas sociales como guerra urbana es para desplegar todo el arsenal de una respuesta contrainsurgente, con Ejército y Policía actuando como defensores de la democracia y arrebatándole al campo popular la bandera de la paz.
Ante este escenario, tanto desde las trincheras físicas como político/ ideológicas, las izquierdas colombianas están llamadas a sumar esfuerzos y encontrar un punto de encuentro con el movimiento social, que les permita mantener la movilización y la beligerancia en las calles, al mismo tiempo de tener un proyecto que haga frente a la propuesta supuestamente negociadora del Gobierno desde una perspectiva de clase. Una enumeración reivindicativa no es suficiente, se requiere una propuesta de alcances estratégicos y que sea acompañada por una masiva movilización popular.
Si se llega a una negociación entre el comando del paro con Duque, es necesario que la cara más visible de la represión del Estado, el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) y la cúpula policial, sean marginados y su acción criminal sancionada. También se plantea una eventual convocatoria a elecciones que, como una vez más la experiencia chilena demuestra, aparece como una alternativa, pero en la medida que se concreta se extravía en las engañosas maniobras de una oligarquía experta en manipular las leyes y donde el movimiento social carece de experiencia.
El levantamiento popular, con rasgos insurreccionales, debe hacer de su experiencia combativa un modo de poder alternativo, que es la única forma que los sacrificios y la energía desarrollada no se disipen y en lugar de ello se traduzcan en acumulación de fuerzas.
También debemos evaluar de manera objetiva los alcances de la reacción de los centros de poder internacionales. Si el gobierno de Venezuela o de Bolivia asesinaran decenas de manifestantes y desaparecieran cerca de mil de ellos, Estados Unidos, la Organización de Estados Americanos (OEA) y los gobiernos conservadores ya estarían organizando una invasión militar enarbolando el discurso de rescate de la democracia. Pero como se trata de uno de sus aliados, hacen simulacros de protesta y dejan que Duque y el uribismo sigan adelante con su maquinaria represiva.

Aunque el gobierno de Biden haga pública frases de preocupación por la democracia y los Derechos Humanos, sus posturas no irán mucho más allá. En términos geopolíticos Colombia seguirá siendo “el portaviones de tierra” de Estados Unidos. Es decir, el país desde el cual se puede espiar, amagar, infiltrar mercenarios y eventualmente bombardear e invadir a Venezuela y, si fuera necesario a sus intereses, también a Perú, Brasil, Ecuador o Bolivia.
Colombia ocupa un lugar privilegiado en los planes del Pentágono y las grandes empresas de la industria bélica. Colombia ocupa un lugar de privilegio como abastecedor de drogas para millones de consumidores estadounidenses. Colombia ha sido propulsado por Estados Unidos, contra toda lógica, a ser parte de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) para apoyar sus planes expansionistas. Colombia es la puerta de entrada para Estados Unidos al Amazonas y al agua de este contiene. Colombia, en resumen, es un país instrumento, la reserva político-militar del Imperio para intervenir en nuestra América.
Puede ser que si Iván Duque pierde el control de Colombia, Estados Unidos lo lleve a renunciar. Pero únicamente para reemplazarlo por una nueva figura que cumpla exactamente con el rol que le ha sido asignado. Todos estos componentes están en juego en el hermano país, donde no solo se está definiendo el futuro de los colombianos, sino de toda América Latina.
Publicado en La época
Foto portada : Colombia Informa