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Es el cuerpo la primera forma de entrar en el paisaje del mundo, desde él y para él se alimentan los más grandes estímulos. Es el cuerpo el primer territorio, la primera lengua que luego será voz y boca, piel que absorbe calor, siente el sol y abraza. La primera libertad alcanzada o el último eslabón que quisiéramos soltar. Como humanos en un cuerpo, habitamos en el encuentro de sabernos en una primera fortaleza, esa que se nutre de experiencias, de compañías, de descubrimientos. Existir en un cuerpo es certeza, es ancla, a la vez que lo son los otros cuerpos con los que crecemos. Del conocimiento que se tenga sobre él, es decir, de la manera en que hacemos existir el cuerpo en el mundo, es que devienen las decisiones y acciones, tanto individuales como colectivas.
El cuerpo, que es también, psiquis, emoción y energía, aflora, se tuerce, se frustra, decanta con los años, toma consciencia de la muerte, sea lo ésta sea, y toma conciencia de cómo muere. A pesar de esa develación, la naturalidad con que es tomada la forma, genera que la expectativa de vida ceda a más años de trabajo, a más años de explotación de esos mismos cuerpos, a cambio de lo básico por la sobrevivencia. Un cuerpo que se viste y come para ser servido en los engranajes de las máquinas que necesitan del aceite humano para ceder eternidad a los psicópatas tentáculos monopólicos del gran capital. Cuerpos que se desvanecen sin ver el mar, el sol, sin amar o ser amados. Cuerpos que se agrietan con el humo, el mineral y las deudas.
Siendo los cuerpos, evidencia de ser en el mundo, es que la memoria en su nostalgia se vuelve magia frente al crepúsculo de la desaparición. En ésta, donde no cabe el ser ni la historia, toda tranquilidad de la conciencia de lo que está, se desvanece en su presencia como el puño al extender la palma. A la desaparición se le teme, incluso cuando se manifiesta como enfermedad del olvido. Se recuerda para no desaparecer, para frecuentar los aprendizajes y entender la vida en su ciclo, porque se sabe que el proceso de la memoria, implica accionar el corazón, tantear el instinto de sentirse partícipe de una construcción de imaginarios y realidades que, en cuerpo y mente, tejen un futuro con hilos del pasado.

La desaparición, en formas abstractas o concretas, como consecuencia del olvido, como estrategia política, como forma de silenciamiento u ocultamiento, es ingratamente una de las acciones más intensas en relación a la noción del cuerpo, y cómo éste se hace necesario para avanzar en los procesos, para dejar de arrastrar la angustia de no conocer lo que es o fue de un ser amado. Sin cuerpo no hay delito, y sin éste tampoco justicia que castigue. A esto, solo le sigue la eterna sospecha, los supuestos, las tramas y rompecabezas que terminan por agudizar la escalofriante tortura de la impotencia. No hay duelo sin cuerpo, no hay despedida, ni ritual que ceda a la naturalidad de aceptar la muerte como paso obligatorio. Una cosa es morir, y otra desaparecer.
Miles de personas son desaparecidas anualmente, sobre todo en países tercermundistas, con fines de explotación en su mayoría sexual, gran parte de ellas son mujeres y niñas. Desaparecen debido al narcotráfico, a la pobreza, a las locas mentes perversas que ha creado el monstruo de la perversión sexual, el porno y la prostitución. Desaparecen bebés recién nacidos, periodistas, estudiantes, militantes revolucionarios, porque su voz es señal de alerta frente a la necropolítica del imperialismo. Desaparecen sus cuerpos y nace la angustia, el miedo, la impotencia. Frente a ese dolor, la justicia dirigida por las cuerdas de la impunidad, archiva los cuerpos en bibliotecas y el tiempo pasa, y ni siquiera las estadísticas pueden imaginar la estimación de desapariciones en el mundo, que por milenios ha ido sepultando la historia e irguiendo trágicos aconteceres que hoy nos dejan sin paisaje, sin agua, comida y a veces, hasta sin recuerdos.

Han sido generaciones de lucha en la búsqueda de esos cuerpos, por el derecho a la verdad, por el derecho al reencuentro o a la sepultura, búsquedas por desiertos, campos y mar en la espera de encontrar algún rastro, un diente, una vestimenta, un detalle que simbolice que la pérdida no significa abandono, que la resistencia a olvidar nos convida a tener presente al enemigo y sus capacidades. Llevan siglos haciendo que los cuerpos de toda una clase proletaria caven fosas en las faldas de la cordillera, en nombre de la civilización y el progreso, arrasando con cada árbol nativo, animal, insecto que no sea comestible o productivo: la extinción de las especies, entre ellas, la de nuestra “clase”. Hacer desaparecer los cuerpos, y con ello el testimonio ha sido la dinámica del imperialismo, construir iglesias y simbolismos sobre la lengua nativa, quemar el registro de las identidades que dan sentido al espacio que se habita, dejar sombras y confusión alimentándose del miedo de que, en cualquier momento, tu cuerpo será carnada del azar, de la desigualdad, de la censura. Cualquier intento de subversión, de resistencia, de lucha revolucionaria es peligrosa para el circuito que intenta inyectar la desaparición como resultado natural de la vida. Una opción revolucionaria implica la participación y presencia del colectivo, llevando de la mano a cada ser humano que en él se encarna, haciendo frente al problema, al enemigo, en pos de una sociedad justa, nutritiva, creadora y sanadora; que permita reconocernos y resignificarnos, cada cual con sus complejidades y memorias. La vorágine del sistema exitista, superficial y punitivo, en cambio, castiga el pasado, provoca resentimiento y odio, primero a las raíces de las gentes que estuvieron antes en el territorio, luego a la clase, al pobre, de donde muchos que hoy se hacen llamar “clase media” no se reconocen, reniegan del hambre, de los juegos de barrio, de la vida popular y sellan su identidad a lo que pueden construir desde sus casas pareadas de villas y city cars a sesenta cuotas, acomodando el relato propio a la conveniencia de la monstruosa máquina de hacer dólares y plástico.
Los resultados de la política de la desaparición justifican, en cierta medida, que el mundo se muestre tan apocalíptico, tan escaso y famélico, en vías de que, por “selección natural”, se salve el que más dientes muestre a la hora del juicio. Suene exagerado o no, lo cierto es que importante se hace defender el derecho fundamental de decidir sobre los propios cuerpos, exigir oportunidades que permitan vivir en plenitud, y sobre todo, morir con tranquilidad. Desaparecer no es, y nunca ha sido una opción, a pesar del gran montaje que el imperio arma para extinguirnos, a pesar de la represión, las prisiones y fosas que lanzan al paso, los corazones de las y los combatientes seguirán colgando los rostros de un relato que es vida, aprendizaje y energía, el testimonio de lucha de esos hermosos cuerpos que se han prestado a la posibilidad de dejar de ser, para llegar a forjar las estrellas del mañana. Por esos nombres que no olvidamos, seguimos en la trinchera de la revolución.
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POR SONIA VALDERRAMA
Artículo publicado en Revista CONO-SUR
