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Esta semana, post plebiscito de salida, se ha viralizado una serie de testimonios que dan cuenta de una realidad tristemente preocupante: existe una masa importante de chilenos que no leyó la propuesta de Nueva Constitución o que, si la leyó, simplemente no la entendió.
Cuando yo era pequeño, mi padre, un ex carabinero que llegó apenas a sargento, conservaba un texto de Literatura correspondiente al quinto año de humanidades, lo que hoy es tercero medio. Ese tomo de unas 600 páginas exclusivamente dedicadas a antologar lo mejor de la literatura universal fue uno de los primeros acercamientos que tuve al mundo de las letras y posiblemente uno de los factores más influyentes para elegir posteriormente mi carrera profesional.
Posteriormente, en mis años de estudiante secundario, el libro de cabecera para estudiar Lenguaje y Comunicación, era uno llamado “Crecer por la palabra”, volumen de unas 400 páginas en que buscaban su lugar entre imágenes de todo tipo los textos literarios y algunos preferentemente periodísticos.
Hoy, los textos de Lengua y Literatura están orientados a desarrollar habilidades de alfabetización, desde distinguir entre un hecho u opinión hasta elaborar una opinión propia sobre la tesis planteada por el autor. Textos que superan apenas las 200 páginas repletos de información visual, links a Youtube, juegos, etc. Lamentablemente el énfasis se ha puesto en nivelar hacia abajo, en conformarnos con un estudiante que lea y pueda responder medianamente bien un test con múltiples opciones de respuesta. Y digo medianamente para no ser grosero, pues las evidencias muestran que desde la implementación de la Jornada Escolar Completa (1996) el avance en lectura es mínimo y se ha aumentado cada vez más la brecha entre colegios particulares y públicos. Este año, en abril, a propósito de la celebración del Día Internacional del Libro, un estudio realizado por Ipsos arrojó que 2 de cada 10 chilenos lee 15 minutos al día.
En esto, todos somos responsables. Todos somos cómplices de haber visto caer la educación pública y deteriorarse la comunidad lectora. En el documental “La batalla de Chile” de Patricio Guzmán (1975) podemos apreciar con un nostálgico orgullo cómo todos y cada uno de los obreros entrevistados elabora un discurso coherente y utiliza un vocabulario variado cada vez que es enfrentado a un micrófono. Ahora vemos con desazón lo que cuesta hilar ideas a la gente de a pie en la fila para ir a votar.
Si bien el mercado, los políticos, la familia, la escuela y los medios han visto pasar por sus narices esta debacle, cabe preguntarse ¿hasta qué punto el Estado es responsable de esta apatía por leer? Y cuando hablo del Estado pienso en el sostenedor principal del modelo educativo. Y del modelo educativo como promotor de movimiento social. Lo planteo desde la sensatez y sin el ánimo de creer, aunque evidencias no faltan, que aquí ha habido un experimento para aborregar a la población.
Esta semana los jóvenes han vuelto a evadir el metro e interrumpir su servicio sentándose en los andenes. Un déja vu de octubre del 2019 que en 2022 mantiene la misma consigna: participación y educación de calidad. Un concepto que tampoco aparecía en la propuesta rechazada el domingo pasado.
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¿Se puede avanzar en un país que mira la educación como una cosa? ¿Se puede hacer escuela sin ponernos de acuerdo en lo que entendemos por calidad en la educación? ¿Se puede entender que ni el Colegio de Profesores ni el Ministerio de turno ni el Estado de Chile tenga claridad sobre el perfil de egresado que pretendemos?
“Yo voté rechazo porque me iban a quitar la casa”. Hay que hacerse cargo de que un ciudadano chileno no quiera leer una propuesta de distribución gratuita. De haberla leído entendería que esa afirmación que le llegó por las redes sociales o la escuchó en televisión sin que algún periodista la corrigiera era simplemente una mentira, una fake news como se dice ahora.
Si no hacemos algo urgentemente por una educación plena para toda la ciudadanía, no solo estaremos ante un escenario complejo como el que vislumbramos hoy, sino que posiblemente en un futuro cercano nos miremos al espejo ante un punto sin retorno y solo nos quede decir: No entender.
Por Rubén Garrido, Profesor de Lengua y Literatura