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Genealogía del encierro, o cómo la catástrofe sanitaria suspende las revueltas contra el capitalismo

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El estado de catástrofe decretado por el gobierno de Chile debido a la pandemia COVID-19 desde marzo de 2020 comporta algunos antecedentes que no debemos obviar, porque hacen que este estado de excepción en su modo «catástrofe» tenga características singulares respecto del momento post-acontecimental que ha vivido nuestro país. La idea de normalidad que hasta octubre de 2019 campeaba en el reino neoliberal chileno fue asolada por una implosión de la población que levantó una revuelta subversiva respecto del estado de excepción que regimentaba la normalización impuesta de golpe por la dictadura cívico-militar, intensificada en los gobiernos de la «transición” democrática. Normalidad que se implementó en dos fases que responden a un mismo horizonte: el aseguramiento del capital como modo de relacionarnos, ya no sólo en términos político-económicos, sino y sobremanera, en términos de valoraciones mercantiles.

Instalación del neoliberalismo en Chile

La primera fase, iniciada con el golpe de Estado de 1973, dio paso a una durísima dictadura que en 17 años suspendió libertades civiles, torturando, asesinando y desapareciendo a miles de chilenos, con la consecuente destrucción de cualquier forma de política comunitaria y el desmembramiento del Estado-nación. Estado que se construyó en base a las formas de explotación de la población popular por las oligarquías chilenas y los modos de modernización que el capitalismo reclamaba en su fase de industrialización y puesta al día con el progreso, y que en Chile atravesaba una revolución socialista democrática que ponía en entredicho al capitalismo occidental como el único horizonte democrático posible, pues se desmarcaba del resto de los regímenes del socialismo real impuesto por las dictaduras de izquierda, y a la vez, visibilizaba el régimen de acumulación originaria, sobre la cual, la tradición democrática y republicana de Chile se había constituido.

El golpe y la consiguiente dictadura lograron imponer una serie de «modernizaciones» ajustadas por los discípulos chilenos de los reconocidos economistas del capital: Friedman, Hayek y Buchanan. Esa es la transición que la dictadura encarnó por la fuerza de la violencia política y económica, desplegando el terror de Estado sobre la población chilena a punta de disciplinamiento militar y muerte en los 70s, para ir afinando a través de las reformas modernizadoras del capital, un control que lentamente en los 80s reguló las relaciones sociales de la población en modo productivo. A la par de la censura mediática que la dictadura impuso respecto de la gestión de los cuerpos disidentes que se oponían a la estabilización dictatorial, en un intento por normalizarse en el ocultamiento de su cruenta y horrorosa genealogía. Genealogía que visibilizó el régimen de verdad no sólo de la dictadura sino de la propia democracia.

La segunda fase, refiere al pacto que la clase política acordó con el dictador para traspasar el poder a los civiles organizados en los partidos de la «concertación por la democracia”, poder que en manos de los militares ya no generaba todas las simpatías a los inversionistas extranjeros, pues el neoliberalismo ya se había impuesto. Ahora se necesitaba un orden democrático que fuera representacional, un poder de policía que respetara acuerdos más allá de nuestras fronteras, porque la economía y la política ya no se regimentaban sólo en modo estatal-nacional, habíamos ingresado en el mercado trans-in-nacional desplegado por el orden mundial del capital. Este orden mundial se caracteriza por hacer del estado de excepción la regla. Una forma de legalidad sobre lo no legalizable, aquel dispositivo que opera como totalitarismo sofisticado de derecho sobre la vida, en la medida en que puede suspenderla. Una guerra civil soterrada en la legalidad, que según el filósofo Giorgio Agamben “permite la eliminación física no sólo de los adversarios políticos sino de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político, estado de emergencia no declarado como una de las prácticas esenciales de los Estados contemporáneos, también de aquellos llamados democráticos». Ese es el estado de excepción en que nos dejó el golpe de 1973, instalando una normalización que en 46 años se afianzó con el capitalismo, sofisticando ese mismo campo democrático que implotó en octubre de 2019, dejando al desnudo no sólo la excepción hecha norma a partir del reclamo que sostuvo la revuelta, sino también la violencia con que las democracias gubernamentales del capital neoliberal nos permitieron constatar la genealogía de este estado excepcional. Constatación que se hizo carne con el decreto de estado de emergencia y el toque de queda post-revueltai.

Coronavirus y estado de excepción

En este contexto, la pandemia COVID-19 se viraliza no sólo como enfermedad biológica, también se viraliza a través de los decretos de estados de excepción catastróficos, según va penetrando en los cuerpos del mundo, sin distinción de raza, género, clase o condición de sanidad, pero visibilizando las enormes diferencias en las condiciones existenciarias para enfrentarla. Este contagio mundial hace del orbe capitalista un territorio catastrófico dispuesto para regimentaciones extremas, en sus diferentes e ilimitadas formas de adecuación bio-necro-políticaii, es decir, independientemente de la modalidad que las regiones o países han ido padeciendo en el ejercicio de acumulación por desposesión del capital: algunos más sofisticados y anestesiados: biopolitizados; otros más explotados, extractivizados y azotados brutalmente: necropolitizados. Aun cuando hay que entender que estas no son categorías políticas dialécticas, sino tecnologías que se pueden alternar, superponer o funcionar al mismo tiempo en el capitalismo y sus diversas formulaciones implementadas según región o país.

Así, la declaración de estado de catástrofe por el COVID-19 viene a duplicar la excepcionalidad neoliberal normalizada, es decir, instala el estado de excepción de la catástrofe sanitaria sobre el estado de excepción que ya habitábamos. Ese que nos despojó del hábito de organizarnos comunitariamente a punta de individualismo, consumo y mala educación mientras aseguraba el régimen de acumulación del capital moralizándonos en el emprendimiento, la competencia, el exitismo y la flexibilidad. Conceptos que han penetrado los cuerpos para producir modos de vida, y capturar deseos por medio de otra violencia: la simbólica, que produce un doblez, por una parte nos hace plenos, en la alegría de la libertad que otorga el éxito o el consumo; y por otra, impotentes, en imaginar la posibilidad de otra forma de existencia que no sea la forma de sujeción trabajo/producción. Impotencia que estalla con la revuelta poblacional chilena. Y que la pandemia en curso pone en pausa como lo esperaba y apuraba el gobierno, dándole un descanso a los «dignos»iii que sostenían meses de revuelta ininterrumpida.

"Víctor Jara, nunca podrán borrar tu legado" 

Pero el COVID-19 se presenta como catástrofe no sólo biológica contra la vida humana sino también como la catástrofe del estado de excepción del capital, pues en la duplicación de la excepción decretada por la catástrofe viral, lo que entra en estado de excepción es el propio estado de excepción normalizado y aceitado por largos 30 años de intensificación neoliberal, es decir la duplicación de la excepción deja al descubierto el fetiche de una democracia consumada en el orden sacrificial del capital. La viralización para la que se preparaba el gobierno, pone en pausa la economía debido a la cuarentena de la población que reproduce día a día el capitalismo que esta democracia tanto ha defendido jurídica e ideológicamente. Realidad que evidencia el conflicto ético-político que confronta por una parte, el desprecio por la vida de la población sacrificable, y por otra, la acumulación capitalista. De todas formas, la normalidad del estado de excepción de la gubernamentalidad bio-necro-política de las democracias capitalistas entra en cuarentena al duplicarse el estado de excepción que decreta ahora, la dictadura de la bio-necro-sanitarización impulsada por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Duplicación que vendría a funcionar como recordatorio de que el orden mundial funciona como un totalitarismo soterrado en pro del (comillas) «bien-estar» y de la «vida humana».

La cuestión a pensar entonces: ¿es la duplicación de la excepción otra muestra de la crisis final del capitalismo?, crisis estirada por el capitalismo en su modalidad financiera especulativa que inyecta capital ficticio para seguir operando su acumulación por desposesión y extractivismo. Aquí el argumento se presenta en la línea de la imposibilidad del capital de progresar al infinito, pues llega al punto en que la fuerza de trabajo humano –ya minimizada al costo de la mera sobrevivencia– se vuelve casi innecesaria, cuestión que llevaría (y ha llevado ya) a millones de personas a quedar en el margen de sacrificialidad del capital, por debajo de la línea de los sistemas sanitarios y de subsistencia, por tanto, fuera del control sanitario mundial que hacen de las enfermedades virales y bacteriológicas, emergencias potencialmente incontrolables. Argumento que se verifica también en la desvalorización de la vida humana reflejada en la disposición hacia la muerte y el sacrificio, ya no sólo indirecto por precarización, sino muy directamente por conflictos armados, desplegados en la forma del capital-guerra que cobra vidas diariamente en las diversas zonas de sacrificio que existen en el mundo. Así, bajo la autorreferencialidad humana, la valoración mercantil desplegada como subjetivación fetichista y narcisista termina desembocando en aquello que el filósofo Anselm Jappe denomina «pulsión de muerte del capitalismo», aquella pérdida de sentido y límite que la humanidad empuja hacia su propia caída, entendiendo finalmente que la crisis del capital es la crisis de nuestro propio modo de habitar el planeta, por lo tanto nuestra propia crisis, pero ya no en el sentido de las categorías modernas del cuestionamiento, sino en un sentido no-moderno, no trascendente, inmanente.

¿O bien, habría que pensar que la duplicación de la excepción como dictadura bio-necro-sanitaria vuelve a ordenar disciplinariamente a las poblaciones?, en base al miedo de la catástrofe pandémica, acallando las múltiples revueltas contra el capital que hemos venido presenciando respecto del resto del mundoiv, y viviendo en nuestro país desde octubre 2019. Algo así como una reactualización de la cuestión de la «servidumbre voluntaria» que La Boétie cuestionó en el siglo XVI respecto de los Estados modernos. ¿Se trata de una vuelta al problema de la soberanía y sus modos contemporáneos, ya no tan visibles en su formulación política?, pero que gracias a la pandemia volverían a reafirmar modulaciones en tonalidad creativa para la rearticulación del capital post-catástrofe y de la política inmunitaria que sienta precedentes de orden y control más intensivos en tiempos de catástrofes, que luego se normalizan.

En ambas consideraciones, que por supuesto habría que pensar, y que en principio no se ubicarían como polarizaciones epistémicas de la realidad capitalista, sino, una vez más como modulaciones que van articulándose sin contraproducirse necesariamente; constatamos sin embargo, una evidencia indiscutible, que se ha presentado como la constante de la gubernamentalidad, aquello que el filósofo barcelonés Santiago López-Petit ha indicado respecto de la realidad contemporánea post ataque a las Torres gemelas como la instalación del «Estado-guerra». Esto es, un modo de militarización expansiva e intensiva en tonalidad policial, como soporte del orden planetario y sus regímenes capitalistas, la relación entre la ciencia-tecnológica de inmunización y el desarrollo reproductivo armamentista, que por cierto comporta también, su modulación biológica-farmacéutica.

Es en este sentido que Sudamérica es el epítome de la excepción gubernamentalizada, y Chile particularmente en su condición de “laboratorio neoliberal”, es la evidencia de que el estado de excepción es una herramienta del Estado-guerra que nunca ha dejado de estar ahí, bajo el velo endulcorado de la democracia, como modo de instalación y aseguramiento del neoliberalismo. Y no sólo como una respuesta del Estado de derecho que las democracias ejercitan en tiempos de crisis sociales o revueltas populares que amenazan el “orden democrático”. Tal y como declama la clase política en su conjunto cuando se refieren al “descontento de grupos (“pequeños y organizados”) de la población que utiliza la violencia (“terrorista”) contra las fuerzas de orden policial, que sólo están para controlar el cumplimiento de la ley, defender la democracia y asegurar la estabilidad”. Asimetría discursiva y fáctica que resulta ridícula cuando vemos el despliegue de la violencia policial contra las manifestaciones populares, contra los estudiantes, contra el pueblo mapuche, contra los grupos anarquistas, contra las manifestaciones de trabajadores, en fin contra todo aquel que quiera expresar su descontento y reivindicar la lucha contra el capitalismo. Asimetría que desde la jurisprudencia resulta obscena cuando se invoca la ley de seguridad interior o la ley antiterrorista. Evidencia de la violencia de las democracias neoliberales a la hora de sopesar aquello que se entiende como Estado de derecho, aquel que nos tiene encerrados por nuestra seguridad y por el bien de la comunidad, encierro que sólo se intensificó con la pandemia, pues hace largos años que estamos encerrados en nuestra individual existencia neoliberal, sujetados al valor de mercado que nos jerarquiza como capital humano, o nos encarcela si protestamos o nos organizamos contra el capital.

Por Jorge Olivares-RocuantProfesor de Filosofía

Notas:

i Se estima que durante la revuelta perdieron la vida 31 personas, el reporte del INDH al 19 de marzo de 2020 en hospitales, respecto de la violaciones de los DDHH post revuelta de octubre 2019 da cuenta de lo siguiente: personas heridas: 3.838 (Hombres 3.088, mujeres 462, niñ@s y adolescentes 288), origen de las lesiones: bala 53, balín 193, perdigones 1.687, lacrimógenas 298, golpes 1.411, no identificadas 196. Heridas oculares: 460.

ii Consideramos que el contexto del capitalismo mundial es bio-necro-político pues integra en sus modulaciones de regimentación política sobre las poblaciones un orden biopolítico en tanto que produce la vida y la organización social, y también, un orden necropolítico en tanto que es capaz de destruir la vida de aquellos que considera sacrificables.

iii Apodo con que bautizó uno de los periodistas (igual de «digno») del medio independiente PRENSA OPAL a los manifestantes que mantenían la revuelta poblacional insumisa en las calles chilenas, incansablemente, hasta la llegada del Coronavirus.

iv Solo el 2019 hubo revueltas contra la corrupción gubernamental o las políticas neoliberales en Haití, Ecuador, Chile, Bolivia, Colombia, Irak, Líbano, Irán, Argelia, Sudán, Francia, España (Barcelona), Hong Kong (China).

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