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Escribe Tomás Pérez Muñoz
Si ser prisionero generase felicidad, ¿escogerías ser feliz en detrimento de tu libertad? Para Aldous Huxley, la verdadera pregunta es: ¿tendríamos opción de elegir?
«Una dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud, en el que, gracias al consumo y al entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre».
Aquella cita corresponde a la novela de Aldous Huxley «Un mundo feliz», que fue escrita en 1932. En dicho texto, el escritor británico expone un supuesto donde la tecnología ha avanzado a tal grado que tiene la capacidad de incidir en todos y cada uno de los aspectos de las personas. Desde sus pensamientos, emociones, gustos y actividades, son determinados por entidades superiores.
Si nos trasladamos a la actualidad, al viajar por el transporte público -por ejemplo-, es altamente probable que la mayoría de pasajeros -sino todos- estén utilizando un teléfono móvil; sea escuchando música, desplazándose por redes sociales o conversando con amigos. Pero, en cualquier caso, siempre evitando el violento aburrimiento.
Ciertamente, resulta aterrador pensar que la alocución de Huxley -redactada hace casi un siglo- describe lúcidamente nuestra sociedad. La generación que nació posteriormente a la caída de Muro de Berlín y que, por tanto, ha vivido bajo la hegemonía del neoliberalismo toda su vida, ya no percibe un sentido de futuro. Estamos presos del capitalismo.
Tal como lo señalase el escritor inglés Mark Fisher en su libro Realismo capitalista: ¿No hay alternativa?, la consolidación del modelo librecambista requirió la normalización de su existencia; que ya no se le aprecie como una ideología, sino como una forma natural de la organización humana. Ergo, el derrumbe de la Unión Soviética derivó, por consecuencia, en la asunción del sistema de mercado como la doctrina hegemónica.
Desde esa óptica, la expansión del neoliberalismo a finales del siglo XX trajo consigo el régimen de la hiperproducción y el hiperconsumo. Una época donde impera el exceso, la inmediatez y el deseo de consumir. Inclusive, por intermedio de los videojuegos y las redes sociales, se ha colonizado el tiempo libre de los individuos. Es, por tanto, que esta sobreestimulación a la que nos exponemos ha borrado del plano personal algo que muchas veces es obviado: el silencio. ¿Por qué aburrirnos, si podemos jugar centenares de juegos digitales, escuchar música en diversas plataformas o deslizarse en redes sociales?
Actualmente, el silencio parece ser el peor de los castigos; un estado en el que nadie desea estar. El aburrimiento, sin embargo, resulta ser menester para la reflexión humana. La psicóloga Lucía Ongil sostiene que «… nos proporciona un espacio mental vacío en el que conectar ideas aparentemente inconexas, favoreciendo el surgimiento de ideas originales y creativas».
Visto desde esa perspectiva, el cautiverio librecambista que nos aprisiona promueve la irreflexión; que, mediante el bombardeo constante de estímulos, seamos incapaces de detenernos a filosofar sobre nuestra realidad.
¿Esto es, acaso, culpa de nosotros, que nos hemos doblegado al avance tecnológico? Resulta difícil pensar aquello, cuando está empíricamente probado que las grandes empresas han estudiado y manipulado el comportamiento psicológico de los humanos a beneficio de sus propios intereses, aprovechándose de nuestro inherente carácter social como especie. Las redes sociales, por ejemplo, han sido las herramientas para cuantificar la popularidad; ya sea a través de los Me gusta, seguidores, compartidos, visitas al perfil, etc.
¿Por qué será que Steve Jobs, un magnate de la tecnología, ha limitado al máximo la exposición de sus hijos a dispositivos digitales y, especialmente, a redes sociales?
Estamos en la época en donde frases como “ya no tengo tiempo para nada” o “no tengo vida suficiente” se han normalizado. Vivimos presos de una rutina, pero la falta de una reflexión nos impide darnos cuenta. Por eso, a pesar de que la mayoría de la población esté disconforme con su situación, no somos capaces de entender por qué. Se ha perdido, por ende, la esperanza en el futuro.
Lo anterior ha dado pie al rechazo generalizado de la política tradicional. Como ya no pensamos en el futuro, simplemente votamos por la figura electoral más llamativa, quien nos ofrece las propuestas más populistas a corto plazo, derivando en la proliferación de demagogos como Milei o Bukele. Personajes que, en definitiva, triunfan gracias a su discurso contra el establishment y el status quo.
Así ha sido como nos han aprisionado en un modelo que se muestra inamovible. Volviendo a la jerga de Fisher, actualmente es más fácil imaginar el fin del mundo que la extinción del capitalismo. En el fondo, el orden hegemónico nos ha enajenado de toda esperanza de un futuro mejor.
Tal como diría Aldous Huxley, vivimos presos de la dictadura perfecta: cada vez somos menos libres, pero, a su vez, nos volvemos más adictos a las lógicas consumistas que nos ofrece.
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